El hombre,
con una maleta al hombro, entra al baño de su recámara: mira a su esposa cómo
se maquilla frente al espejo. La mujer tiene más de sesenta años, diez menos
que su marido. Se pinta con un lápiz labial, se unta rubor y se polvea los
pómulos. Cada paso es presuroso y mecánico. El hombre apoya sus manos en el
cuello de su pareja, lo masajea, le acaricia la espalda y susurra: “no hagas
más complicadas las cosas”.
En ella,
los rasgos se han vuelto inexpresivos y ausentes; cualquier sentimiento podría
adivinarse en los pliegues de su rostro, en las arrugas encubiertas de su cara,
en la falta de brillo de sus ojos, menos la resignación. Quiere desplegar el
arte mágico de restaurar su capacidad de amar. La mujer intenta agradar a su
marido y no quiere claudicar. Ni retirarse. Ni ceder a lo inevitable. Ni
dejarse vencer.
Viktor
Frankl lo denominó “la ilusión del indulto”: un estado de ánimo, un mecanismo
de defensa y autoengaño que nos hace creer en la falsa esperanza de que ese
hecho doloroso esperado, tomará un giró diferente en el último minuto. Es la
ilusión del indulto que experimenta el condenado a muerte y quien se resiste al
desahucio de un familiar y quien agoniza conscientemente. La vive la esposa
abandonada como bálsamo contra el dolor extremo, el secuestrado que aguarda su ejecución,
el empleado que hace antesala para ser despedido por su patrón.
Los hijos
rodean el lecho donde yace su padre. Vigilan el monitor que registra los signos
vitales del enfermo, los latidos cansados que preludian el último suspiro. No
se atreven a tocarlo hasta que le acomodan la mascarilla de oxígeno, los
electrodos, las sondas. El ambiente se anega de neutra claridad. Pero un aroma
extraño se adhiere a cada mueble, a los muros, a la ventana cerrada.
El
moribundo mueve los dedos de la mano izquierda, como un acto reflejo. Quizá
intenta expresar algo, despegando apenas sus labios resecos. Parpadea
ligeramente, como si augurara su próximo despertar. Los hijos sonríen. Hay un oleaje
de optimismo que acaricia la cara de los testigos de la próxima muerte, del
final esperado.
La ilusión
del indulto nos engaña para bien en la última estación. Nos induce a soñar despiertos la
modificación milagrosa del orden natural de las cosas. Nos inocula una fe
ciega, irracional, impulsiva, para distanciarnos de nuestras certezas tristes.
Y su florecimiento, justo en el instante cuando menos lo pedimos, nos vuelve al
estado que mejor nos define como personas. Es el estado de no querer claudicar.
Ni retirarnos. Ni ceder a lo inevitable. Ni dejarnos vencer. Es el estado que
nos retorna a lo que auténticamente somos: pobres e indefensos seres humanos en
busca de un sentido para nuestras vidas.
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