14 agosto 2014

LA ILUSIÓN DEL INDULTO

El hombre, con una maleta al hombro, entra al baño de su recámara: mira a su esposa cómo se maquilla frente al espejo. La mujer tiene más de sesenta años, diez menos que su marido. Se pinta con un lápiz labial, se unta rubor y se polvea los pómulos. Cada paso es presuroso y mecánico. El hombre apoya sus manos en el cuello de su pareja, lo masajea, le acaricia la espalda y susurra: “no hagas más complicadas las cosas”.

En ella, los rasgos se han vuelto inexpresivos y ausentes; cualquier sentimiento podría adivinarse en los pliegues de su rostro, en las arrugas encubiertas de su cara, en la falta de brillo de sus ojos, menos la resignación. Quiere desplegar el arte mágico de restaurar su capacidad de amar. La mujer intenta agradar a su marido y no quiere claudicar. Ni retirarse. Ni ceder a lo inevitable. Ni dejarse vencer.

Viktor Frankl lo denominó “la ilusión del indulto”: un estado de ánimo, un mecanismo de defensa y autoengaño que nos hace creer en la falsa esperanza de que ese hecho doloroso esperado, tomará un giró diferente en el último minuto. Es la ilusión del indulto que experimenta el condenado a muerte y quien se resiste al desahucio de un familiar y quien agoniza conscientemente. La vive la esposa abandonada como bálsamo contra el dolor extremo, el secuestrado que aguarda su ejecución, el empleado que hace antesala para ser despedido por su patrón.

Los hijos rodean el lecho donde yace su padre. Vigilan el monitor que registra los signos vitales del enfermo, los latidos cansados que preludian el último suspiro. No se atreven a tocarlo hasta que le acomodan la mascarilla de oxígeno, los electrodos, las sondas. El ambiente se anega de neutra claridad. Pero un aroma extraño se adhiere a cada mueble, a los muros, a la ventana cerrada.

El moribundo mueve los dedos de la mano izquierda, como un acto reflejo. Quizá intenta expresar algo, despegando apenas sus labios resecos. Parpadea ligeramente, como si augurara su próximo despertar. Los hijos sonríen. Hay un oleaje de optimismo que acaricia la cara de los testigos de la próxima muerte, del final esperado.


La ilusión del indulto nos engaña para bien en la última estación. Nos induce a soñar despiertos la modificación milagrosa del orden natural de las cosas. Nos inocula una fe ciega, irracional, impulsiva, para distanciarnos de nuestras certezas tristes. Y su florecimiento, justo en el instante cuando menos lo pedimos, nos vuelve al estado que mejor nos define como personas. Es el estado de no querer claudicar. Ni retirarnos. Ni ceder a lo inevitable. Ni dejarnos vencer. Es el estado que nos retorna a lo que auténticamente somos: pobres e indefensos seres humanos en busca de un sentido para nuestras vidas.       

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