Leo un
libro que pronto será un best seller
en México: “Historia Mundial de la Megalomanía” de Pedro Arturo Aguirre, un
repaso ameno y en muchas páginas irónico de las proezas, andanzas y milagros de
los líderes políticos que han propiciado el culto a la personalidad y cuyas
consecuencias son (no) por todos conocidas.
Su lectura
es muy recomendable sobre todo para esos tres o cuatro jóvenes ignorantes
panistas de Jalisco que se dicen neonazis, seguidores a escondidas de Hitler, que
las redes sociales han rebautizado como “morenazis”. Pero también convendría
que leyeran esta obra los periodistas y contadores de este hecho igual de
intrascendente como las ideas (es un decir) de este trío de prietos-arios
jalicienses.
Nazis han
existido en México desde que un pintor de quinta categoría ascendió al poder en
Alemania a principios de los años 30 para provocar la II Guerra Mundial. Lo que
pasa es que en los mexicanos la disciplina, como virtud pública, no se nos da
ni para que entre todos contengamos los arrebatos temperamentales de un
director técnico de futbol con apodo de insecto neóptero. Y el nazismo es la
único locura colectiva que demanda disciplina a dosis criminales.
Al margen
de unas cuantas revistas clandestinas (porque no las leía nadie), del Partido
Sinarquista (más influido por la ideología fascista que nazi) y de los grupos
pro-hitlerianos que en los años cuarenta brotaron como hongos en México,
Guadalajara y Monterrey, en nuestro país el nacionalsocialismo ha sido
puramente testimonial. Desde luego, cuando Hitler todavía estaba en el poder,
la suástica y el saludo del brazo al frente fue adquirida por muchos mexicanos
– era de esperarse -- como la última moda importada de Europa.
Nazi dicen
que fue de joven el Presidente Miguel Alemán, quien gozó incluso de una amante
teutona (y tetona) que se llamó Hilda Krüger, enviada por el Tercer Reich para
acostarse con él, con el abuelo del ahora comentarista de radio Ramón Beteta y
con Ignacio de la Torre, nieto de Porfirio Díaz y uno de los primeros mirreyes
mexicanos. A los tres los espió, los persuadió, intentó ganarlos para su causa
y cuando perdió Hitler, los abandonó y se fue a meter a la cama de Jean Paul
Getty, el Carlos Slim de los años 40.
Nazi confeso
fue el periodista Rubén Salazar Mallén (cuyas primeras ediciones de sus obras
tengo en mi biblioteca por interés historiográfico) y José Vasconcelos,
“Maestro de la Juventud de América” quien ya de viejo vinculó el
nacionalsocialismo con sus alucinadas teorías de la raza cósmica, hasta que
murió Hitler y entonces descubrió de un día para otro que en los campos de
concentración se mataban judíos.
Simpatizante
nazi fue de joven José Pagés Llergo, fundador de “Hoy”, “Mañana” y finalmente
de una revista que por puro lugar común bautizó como “Siempre!”. Don José se
convirtió por un rato al nazismo cuando visitó Alemania como corresponsal de
prensa y el Führer se dignó a saludarlo de mano, técnica persuasiva más eficaz
que cualquier discurso político.
En Nuevo
León varios empresarios ilustres con nombres de calle y avenidas profesaron la
doctrina nazi, cuyos nombres serán materia para la segunda parte de este artículo.
Sin ocultar que en este Estado, al igual que en Edomex, Jalisco, Coahuila y
Tamaulipas un grupo de políticos treintañeros han querido actualizar los
símbolos y normas del Tercer Reich para hacer sociedades secretas cuyas
sesiones (para variar), terminan en carnes asadas y Tecates Light.
La
diferencia entre ellos y Salazar Mallén, José Vasconcelos o José Pagés Llergo
estriba en que los primeros son unos pelagatos y los segundos se llaman Salazar
Mallén, José Vasconcelos y José Pagés Llergo. Y eso les lava tantito la
deshonra.
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