A este tipo
le gustan las mujeres y se luce con ellas en los antros de moda (“¡Qué
fruición! ¡Qué delicia! ¡Qué embeleso!” cantaba el poeta Salvador Díaz Mirón).
Se pasea con dos o tres rubias y morenas, de neuronas más chiquitas que sus
faldas, en San Quintín de Polanco: sube las escaleras eléctricas del bar con
música en vivo como asciende el héroe a la gloria en vida. Es bajito de
estatura como Napoleón, rechoncho como Churchill, irascible como Al Capone, aunque
no conozca la biografía de ninguno de los tres. Y tampoco le importe. O a lo
mejor sí. Lo mismo da.
Es amigable
pero de mecha corta. De niño aprendió a ser peleonero, empacando productos en
los supermercados. A los demás los maestros nos obligaron a memorizar versos de
Díaz Mirón. A él, en cambio, la maestra-vida lo obligó a memorizar ofensas: no
olvida ninguna. Y cuanto antes las cobre mejor. Es lo que en la Narvarte se
conoce como el “ventajoso”, el “aprovechado”: alguien que se cuela por cualquier
resquicio para ganar ventaja. Lo bravucón lo trae de origen, en sus genes
maternos. Nada más no le recuerden a su padre que abandonó a su madre hace
muchos años, porque se le desatan las furias, o como dicen, se abre la caja de
Pandora, aunque él no sepa qué es eso de la caja de Pandora. Y tampoco le
importe. O a lo mejor sí. Lo mismo da.
Le encanta
retar a golpes y patadas al contrario y su injuria predilecta es “yo soy tu
padre”, que suelta con el rostro enrojecido y los cachetes inflamados. Pero en
el fondo es un buen hijo, un hermano que monta restaurantes para cada uno de
sus familiares. Le gritan “naco” y él responde que sí porque se ha hecho a sí
mismo, sin ayuda, sin respaldos. Por eso no tiene educado el gusto, ni refinado
el carácter que le estalla como barril de pólvora porque piensa que es mejor
que lloren en la casa del otro antes que en la suya propia. De manera que no lo
espanta nada de este mundo, o como dice Díaz Mirón: “Cuando el torrente por los
campos halla / de pronto un dique que le dice atrás / podrá saltar o desquiciar
la valla / pero pararse o recular jamás”, aunque él no conozca estos versos. Y
tampoco le importe. O a lo mejor sí. Lo mismo da.
Lo veo
actuar, gritar, ordenar, como romano desde las gradas vitoreando al gladiador y
regreso a mi niñez atormentada por la memorización de versos de Díaz Mirón: “Pugna
sagrada / radioso arcángel de ardiente espada / tres heroísmos en conjunción /
el heroísmo del pensamiento / el heroísmo del sentimiento / el heroísmo de la
expresión”. Pero él ciega su pensamiento cuando se enoja y deja fluir su sentimiento
cuando lo enfrentan y deforma los gestos de su expresión ante tanta rabia o
felicidad acumulada. Aunque a él no admita que eso lo vuelve sujeto de burlas.
Y tampoco le importe. O a lo mejor sí. Lo mismo da.
Entonces
ocurrió el milagro renovado, a resultas de un movimiento táctico y su banda de
retadores ganó. Forma parte ya del Parnaso de los héroes nacionales, de los
nuevos salvadores de la Patria, de los redentores del honor azteca y bien se
hubiera merecido una de aquellas odas del poeta Salvador Díaz Mirón, o el
equivalente a la antigua poesía heroica que son ahora los elogios de los cronistas
deportivos de televisión que le cantan en coro, a pesar de los berrinches de
José Ramón: “ ¡Oh, rebelde! ¡Conquista la presea / goza de la hermosura inebriativa!”
aunque ni él ni los cronistas ni nosotros sepamos qué significa la palabra “inebriativa”.
Y tampoco nos importe. O a lo mejor sí. Lo mismo da.
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