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Fue una insensatez, pero lo hice pensando en ella, por su bien --. El veterano
setentón, encorvado como bambú seco en la mesa del bar, sobrevivió a una
guerra, pero no a los excesos del sexo, “que son peores porque los cometí con
mi propia mujer”, entona su letanía, una y otra vez, hasta acabarse la botella
de ron añejo. Afuera del bar ladra su perro atado a una columna.
--Todo
exceso es malo, menos los del falo – le digo y el veterano arroja al suelo mi
frase, como arrojaba napalm desde su avión de combate a los rebeldes de ojillos
rasgados. Los bañaba con el combustible para dejarlos rígidos, como estatuas,
ardiendo lentamente hasta morir. Brindo con mi vaso de ron añejo e imagino a la
pobre mujer del veterano ardiendo lentamente de sexo hasta su muerte.
--¿Y
la idea de ofrecer al cantante a su mujer fue de usted? – le pregunto con
naturalidad. Este puertorriqueño veterano está medio pirado. El perro sigue
ladrando y sale el viejo a acariciarlo. Regresa para platicar:
--Nací
en Ponce, el mismo pueblo de Héctor Lavoe, el cantante de los cantantes – dice
–. Llegamos el mismo año a Nueva York, cada quien por su lado. Yo entré al
servicio militar y él entró a cantar en los salones latinos. Los dos nos
habíamos casado con paisanas.
Le
recuerdo que las boricuas son de armas tomar, fogosas y furiosas, cuando el
marido se las debe. Pero esta salió modosita y bailaba en los salones con la
música afroantillana del ídolo de moda. Quien sabe si en aquel entonces el
cantante de los cantantes se fijó en esa joven tímida, pero despojada de
prejuicios al compas de la guaracha, la guajira o el guaguancó.
--No
lo se. Pero no hubo santería que me impidiera seguir por todos lados a Lavoe.
Me propuse que tuviera un romance pasajero con mi mujer. Lo hice por ella: para
que se liberara de complejos.
Le
explico una teoría: en aquellos años las esposas latinas o norteamericanas
padecían “un malestar que no tiene nombre”, eran amas de casa abnegadas, pero
sufrían de depresión y soledad, de un vacío existencial que las consumía por
dentro. Así lo dedujo Betty Friedan en su libro “La mística de la feminidad”:
la carencia de autonomía personal hacía que la mujer de clase media buscara
satisfacción viendo televisión, criando hijos, o entregada a labores
domésticas. Esa mística femenina terminó por dejar tristes y vacías a
generaciones enteras de amas de casa recluidas entre cuatro paredes, con el
alma rígida, como estatuas, ardiendo lentamente de deseos reprimidos, hasta
matarlas.
--Exacto
– se entusiasma el veterano, alzando su vaso de ron, mientras su perro vuelve a
ladrar afuera – yo quise sacar a mi esposa de esa mística en la que se
encasilla a las mujeres. Esa idea de que una señorita sólo puede dedicarse a
buscar marido que la quiera y la mantenga.
--Digamos
que para usted mujer enamorada es mujer enajenada – le digo. Me desconcierta el
afán de un marido por seguir al cantante de moda en los salones de baile, en los
estudios de grabación, en las fiestas privadas, para convencerlo de que tuviera
relaciones con su mujer.
--¿Y
consiguió alguna vez que su esposa se acostara con él? – le pregunto al
veterano de guerra, ansioso por saber si su mujer pudo conjurar el maleficio
del “malestar que no tiene nombre”, el conflicto interior de las “contentas
descontentas, que no se entienden a sí mismas”, seres humanos incompletos, como
lo diagnosticó en su libro Betty Friedan.
--No
– me respondió el veterano --. Era muy guapa, lindas piernas, pero Héctor
Lavoe, tan mujeriego como nadie, nunca la quiso a ella. No se por qué. Luego de
muchos intentos deserté de mi plan. Y qué bueno, porque mi paisano se metió después
en las drogas y el ron. Una vida disipada. Acabó con su carrera y su futuro. El
sida, que se inoculó sin querer con una jeringa contaminada, inyectándose
heroína, lo mató a los cuarenta y seis años. Al final, mi mujer fue cruel
conmigo. Suponía que no la amaba de verdad porque la ofrecí a otro hombre y se
marchó de casa. No la volví a ver. Me persiguió por décadas con su calumnia y
su mentira. Supe que murió porque leí su esquela en el periódico. Nunca me
valoró que lo hiciera por liberarla de eso que usted dice…
--…
la mística de la feminidad – termino yo la frase. El veterano asiente con la
cabeza y da cuenta de la botella de ron. Se despide de mí. Todo tiene su final
y nada dura para siempre. Por el ventanal veo cómo desata a su perro de la
columna y toma la calle. Lo alcanzo para formularle una última pregunta.
--
Por cierto ¿de qué murió su mujer?
El
veterano sostiene la correa del perro y me contesta con su cara de cartón, el
cuerpo rígido, como estatua, ardiendo lentamente hasta matar sus deseos
reprimidos:
--De sida.
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