18 junio 2014

EL BOLERO DE LOS SOLITARIOS

-- Como cualquier rutina, ésta tuvo sus inicios – le digo al nuevo mesero y le indico cómo encender la consola para poner un viejo bolero boricua: “Ya me pasé fumando la noche entera, sin disipar tu imagen dentro de mí”. Una estela de luz vespertina baña las mesas de madera. Me siento en una y sin excepción pido dos cervezas. Una me la tomo yo y la otra es para el repartidor de cervecería que se la vive retrasado. Cosas del negocio: pasan las cinco de la tarde y el camión todavía no llega al local de San Pedro.
Entonces la veo: es el espectro de una muchacha triste. Alta y espigada, el vestido recto, color magenta. Pide dos cervezas, una se la toma ella, la otra la deja en su mesa. Apunta sus ojos a la puerta. Pero nadie entra: ni el repartidor que yo aguardo impaciente para cerrar un trato ni la persona que ella aguarda paciente para abrir una esperanza.
-- Tú no lo sabes porque eres mesero nuevo en el local, pero es casi una rutina. Y no se cansa de seguirla – le dice el capitán del bar a su subalterno. Las sombras asaltan el piso de pasta porque la noche cubre la ciudad de México y la luz interior es tenue. La rocola hace girar el disco y cae la aguja en su perímetro. Suena el bolero boricua de moda: “Ya me pasé fumando la noche entera, sin disipar tu imagen dentro de mi”. El capitán saluda a don Juan Manuel Elizondo que viste una guayabera blanca y tiene el gesto grave. Su acento es la del regiomontano típico, un sonsonete cantadito, que estira las últimas sílabas de las frases y hace gracia a los meseros. El viajero se sienta en una mesa de madera, y pide dos cervezas: una para él y otra para nadie. Ha dejado su equipaje en la recepción del Hotel Cónsul, sobre la avenida Insurgentes, cerca de la Terminal de Transportes del Norte. La otra cerveza se calienta al paso de la noche.
--¿Pero por qué lo hace jefe? ¿No traerá flojas las tuercas de la cabeza?
No le festejo al nuevo mesero su falta de respeto. Cuando abrimos el local, hace tres meses, ella llegó junto con un extranjero. Era lunes, y esa primera vez vestía el mismo vestido recto, color magenta. Todavía guardaban distancia entre ellos, como si acabaran de conocerse. Pidieron dos cervezas. Se acariciaron, y ella aventuró un beso. Terminaron abrazados. Al amor lo delata el entusiasmo, y a ella le vibraban de emoción los brazos y los gestos. Se tomaron las dos cervezas, pagaron y se fueron. Desde entonces ella regresa cada lunes. Se sienta en la misma mesa, a la misma hora, a pedir dos cervezas, y a esperar a nadie. Luce como las muchachas sin amor.
--Con esto que me cuenta, jefe, ahora entiendo la canción: “sin disipar tu imagen dentro de mi”.
Era la imagen del amigo que se fue: don Juan Manuel Elizondo entraba al bar del Hotel Cónsul como rutina de sus viajes a la ciudad de México. Se registraba en recepción, se sentaba en la mesa y pedía las dos cervezas. Mientras vivió, su gran amigo don José Alvarado se sentaba con él a platicar. Y bebían ambos toda la noche. Reían y hablaban sobre cosas de política, sobre Monterrey, sobre las utopías de la izquierda. Cuando don Pepe murió, don Juan Manuel no abandonó su rutina; si viajaba a la ciudad de México se hospedaba en el hotel Cónsul y volvía a sentarse en la misma mesa, a quedarse muy callado, con las dos cervezas en la mesa, homenajeando la amistad.
-- ¿Pero jefe, es que de verdad cree que algún día volverá el hombre?
 No lo se: los caminos del amor son inescrutables. Y para eso existe la fe. Pero lo obvio es que el extranjero nunca volverá y la muchacha del vestido recto, color magenta, se quedará con las dos cervezas en la mesa y la nostalgia alojada en su cerebro. Sin embargo, ella confía en volver al local cada lunes, sentarse en la misma mesa, pedir las dos cervezas, y aguardar con paciencia al extranjero que la abandonó.
Si la vida fuera simple, yo no me burlaría del retraso del repartidor y no le serviría la cerveza en la mesa donde lo espero, este lunes por la tarde. Quizá me sentaría mejor con la muchacha que viste de color magenta. Me tomaría una de las dos cervezas que se calientan en su mesa y le contaría la anécdota de don Juan Manuel Elizondo quien cada vez que viajaba a México entraba al bar del Hotel Cónsul a tomarse unas cervezas con don Pepe Alvarado, su gran amigo muerto muchos años antes.
Pero la vida no es simple, y don Juan Manuel sabía que bebía su cerveza acompañado de un difunto. Y la muchacha sabe que nadie podría tomarse la cerveza del extranjero de quien ella se enamoró. Y yo tengo que esperar al repartidor que llega retrasado, como un asunto ordinario de trabajo.

Sin embargo, así sea por amor, amistad o negocios, ¿por qué es tan triste la imagen de dos cerveza en una mesa, y una persona tomando solitaria?

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