Hace muchos años indagué en cuál rincón de
México se cocinaba la mejor calabaza en tacha. Mis pesquisas me llevaron hasta
Cotija, Michoacán. Ahí me enteré que en ese pueblo abundaban campesinos blancos,
altos y barbados, descendientes directos de los conquistadores.
Supe con moderada sorpresa que los
descendientes de los soldados de Cortés habían heredado no sólo los rasgos
europeos, sino el ADN monárquico de sus ancestros: apoyaron sin reserva la
Intervención Francesa, se asumieron vasallos de Maximiliano y en señal de
represalia republicana, Benito Juárez le quitó a Cotija por mucho tiempo su
estatus de cabecera municipal, que era como quitarle a un hijo la patria
potestad.
Con sorpresa superior me enteré que muchos
pobladores barbados de Cotija siguieron la ideología reaccionaria hasta en los
fogones: confiscaron las recetas de la calabaza en tacha y se volvieron los
únicos surtidores de ese dulce en la región, con ganancias crecientes durante
el Día de Muertos. Alfonso Reyes narra cómo dos militares franceses, caídos en
desgracia, comenzaron el negocio en el siglo XIX, gritando en perfecto francés
en las calles pedregosas de Cotija: “La calebasse en tâche”.
Pero la mayor sorpresa me la llevé tiempo
más tarde cuando una familia pudiente de San Pedro me invitó a una cena de
caridad en honor a los Legionarios de Cristo. Comimos a todo dar en compañía de
un sacerdote casi beatificado en vida llamado Marcial Maciel. Juro que con el
pretexto de buscarle la aureola, las damas de San Pedro le escrutaban su rostro
de galán de cine clásico. Era blanco, alto y no barbado quizá para no
desmerecer frente al rostro lampiño de su rival opusdeísta: Monseñor Escrivá de
Balaguer.
Todo marchaba bien en esa cena pía (por ser
inclinada a la piedad, no porque sirvieran pollo en el menú), hasta que tocó el
tiempo de los postres. La anfitriona se levantó de la mesa principal, carraspeó
como oradora antigua y le preguntó casi marcialmente a don Marcial qué postre
le gustaría probar. “La calebasse en tâche” dijo el desvergonzado. Entonces caí
en la cuenta de que el viejo era de Cotija, Michoacán, de ahí que fuera blanco,
alto, profundamente reaccionario y amante lujurioso de la calabaza en tacha.
Nada bueno se podía esperar de esa combinación hipócrita.
Lo que se supo después de la vida sexual de
don Marcial exhibió la podredumbre de una sociedad enajenada, la complicidad
letal de quienes solaparon al oscuro delincuente y el peligroso candor de la
anfitriona de aquella cena ridícula, que solía contar a sus amigas: “da igual
cómo se porten los católicos en vida, porque al cielo, lo que se dice al cielo,
siempre vamos los mismos”. Prueba irrefutable de que la mejor calabaza en tacha
no estaba en los fogones de Cotija, Michoacán, sino posando en los hombros de
las piadosas damas de San Pedro.
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