¿Piensa
vivir muchos años? Evite los malos hábitos que minen su salud: no entregue sus
pulmones al viacrucis del cigarro, no ingiera el veneno santificante del
alcohol y no se bata a duelo con un trailero. El primer vicio no lo he
contraído nunca; el segundo lo ejerzo sólo a medias y en especial cuando la
compañía es femenina. Y el tercero con una vez tuve para no volverlo a hacer.
Contaré el
suceso a sabiendas de que la memoria es flaca cuando la vergüenza es grande. El
prólogo de esta historia fue un cerrón de tráiler al carro donde viajábamos hace
muchos años mi ex novia, un amigo y yo. Bajé molesto a reclamarle al conductor.
Me respondió con un golpe que esquivé como pude y que regresé por instinto. El
trailero cayó noqueado. Mentiría si digo que no sentí cierto orgullo
pendenciero.
Por medir
la reacción de mi ex novia – que no fue de admiración sino de pena – no vi al
energúmeno que salió por las puertas traseras de la caja del camión, empuñando
la palanca de un gato hidráulico y decidido a vengar a su amigo. Entonces
ejercí la práctica inteligente (aunque con mala fama) de salir corriendo y
dejar para otra ocasión la siempre estorbosa honra.
Pues ahí me
tienen dándole vueltas a mi carro; el energúmeno abanicando su palanca de
fierro y mi ex novia resolviendo el problema de la mejor manera que sabía
hacerlo: llorando. Fue entonces cuando mi memoria me jugó una mala pasada.
Dicen que el moribundo ve correr en rápidas secuencias los pasajes de su
biografía. Yo, en cambio, juro que repasé de manera simultánea los mil y un
duelos que he visto, leído o escuchado a lo largo de mi vida.
Me vino a
la memoria David contra Goliat, en el duelo más rápido que registra la historia
(menos de dos segundos que dura la piedra lanzada de la honda del muchacho a la
frente del gigante). Celebré la elegante solución de Julio César a la propuesta
del general del ejército enemigo de batirse a duelo para ahorrarse la sangre de
miles de soldados: “con gusto” le respondió Julio César “tenga la amabilidad de
elegir usted a cualquiera de mis gladiadores”.
Evoqué al
pacifista Víctor Hugo que tras ser conminado a un duelo, llegó a la cita con
una sombrilla rosa, en señal de protesta pública. Recordé a aquellos dos
tenientes del mismo regimiento del célebre cuento de Joseph Conrad que solían
luchar entre ellos en los intervalos de una batalla y otra, por el amor de una
mujer que acaso ya habían olvidado ambos. Rememoré el duelo innombrable donde
murió el hermano de Justo Sierra, por la bala de una pistola que empuñó el
abuelo de Octavio Paz.
Reviví
aquel western donde se enfrentan cara a cara Joseph Cotten y Gregory Peck, en
“Duelo al Sol”. Sin omitir aquel pleito entre tres forajidos, que acabaría a la
manera clásica de enfrentamiento entre dos: Clint Eastwood y Lee Van Cleef.
Rendí
homenaje a García Márquez por aquel duelo vengativo que suscitó entre Jorge
Martínez de Hoyos y Enrique Rocha justo al final del guión que escribió para la
película mexicana “Tiempo de Morir”. Y por supuesto alabé el cobarde acierto
del escritor Mark Twain que para no batirse a duelo con el dueño de un
periódico rival, corrió la mentira de que tenía la destreza de una puntería sin
igual.
Tan ilustre
retahíla de remembranzas de duelos históricos e imaginarios los cortó de cuajo
mi amigo que se bajó del carro y encaró a mi oponente. Se cuadró ante el
energúmeno de la palanca de fierro y recibió en plena boca un trancazo que lo
depositó en el suelo, justo al lado del trailero noqueado.
Ahí quedó
el incidente. Ambos duelistas recogimos a nuestros respectivos camaradas y nos
despedimos caballerosamente con unas mentadas de madre que saben a gloria
cuando uno las profiere con fe. Por supuesto, tuve que llevar a mi amigo a una
clínica. Le pagué las seis puntadas del labio reventado. Le dije que no me
interesa tener amigos heroicos y menos amigos difuntos y que para salvar el
pellejo me basto yo mismo y mis pies, sin necesidad de escudos humanos.
“¿Encima me
reclamas después de salvarte la vida?” protestó mi amigo y días más tarde tuve
que confesarle cómo en ese justo instante, en la clínica donde lo atendieron,
la memoria me volvió a jugar una mala pasada, repasando simultáneamente otras
imágenes históricas, cinéfilas y literarias. “¿De personajes que honran el alto
valor de la amistad?” me preguntó mi amigo, y yo le respondí sinceramente: “no,
de personajes que tienen el mal hábito de aventarse a lo pendejo”.
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