21 abril 2014

UN SEÑOR MUY VIEJO CON UNA DIGNIDAD ENORME

La mejor manera de comprender la obra de un escritor es abordar su propuesta literaria como si se la contáramos a un niño. En el caso de Gabriel García Márquez la ruta fácil sería referirnos a su fabulación de encantamiento: la mujer más bella del mundo ascendiendo a los cielos en sábanas inmaculadas, viejos tristes con unas alas enormes pegadas a la espalda, y una estirpe condenada a cien años de soledad sin una segunda oportunidad sobre la tierra.

Pero si uno pela la cáscara de realismo mágico en las novelas del colombiano, lo que queda es algo más milagroso que barcos encallados en mitad de los manglares. Queda la gema de una estética refulgiendo mejor que la más grande invención de su fantasía desbordante. Queda el arcano descubierto de su genuino arte. Queda una propuesta literaria al desnudo presta a ser contada al más inocente de los niños. Es decir, queda su capacidad para crear mil y un personajes emocionalmente incompletos, mutilados de alma y corazón que no obstante sus limitaciones mentales cargan el peso de una dignidad invulnerable; son consecuentes con sus principios (que no siempre son los convencionales) y valoran esas cosas invisibles pero sólidas que merecen su respeto.

Un niño tendría que aprender de García Márquez que lo más valioso en la vida es defender su dignidad individual a pesar de las inclemencias y desgracias que nos atosigan. Una vieja ciega engaña a su familia memorizando cada mueble y objeto de su casa, fingiendo que mantiene su mirada intacta. Un coronel promueve treinta y dos levantamientos armados consiente de que los perderá todos. Otro coronel espera 15 años con paciencia estoica a que le confirmen su pensión de veterano de guerra y alimenta con fe un gallo que le brinde los beneficios de hipotéticas apuestas en un palenque.

No por fatalismo sino por rutina, la anciana vivirá solitaria hasta los 120 años, con los nietos brincando sobre ella y escondiéndola en los roperos. El coronel morirá con su memoria perdida en los laberintos del olvido. El otro coronel no recibirá nunca su pensión y sólo hasta el final de la novela necesitará los setenta y cinco años de su vida para responderse puro e invencible: “mierda”.

Y es que los personajes de García Márquez son dignos porque crecen donde los plantan, como los árboles. Se ofrecen tal como son ante el raquitismo de la vida y la precariedad de la existencia, en la que una brizna de calor humano resulta más milagroso que un bebé nacido con cola de cerdo. Por eso, cualquier lector de García Márquez se quedará con las ganas de ofrecer su consuelo a gente como Úrsula Iguarán o Aureliano Buendía. La grandeza de la literatura del colombiano consiste en que nos hace más sensibles al dolor del prójimo y a la soledad ajena: con él recordamos que todo ser nace para aliviar la pesadumbre de otro ser.

Con Úrsula Iguarán, por ejemplo, el lector se da cuenta de lo duro que debe ser ir enterrando a las personas que uno estima: familiares, amigos, conocidos. Y erigirse en el último superviviente de nuestros contemporáneos. Esta pobre anciana vivirá esperando 120 años a que le digan “ahora tú”.

De ahí que uno de los cuentos que más me gustan de García Márquez sea “La tarde prodigiosa de Baltazar”. Un carpintero pobre construye para el hijo del hombre rico del pueblo la más hermosa jaula de pájaros que hayan contemplado ojos humanos. Como a última hora sus compradores se rehúsan a pagarle, el carpintero le regala la jaula al niño y se marcha de la mansión sin un centavo en la bolsa.


Sería una lección inolvidable para cualquier niño contarle de qué materia está compuesta esta dignidad que ostenta el carpintero, atributo personal más poderoso que todos las maravillas juntas del realismo mágico. La visión del pobre hombre que se marcha con la frente en alto y el honor enhiesto, nos alienta para seguir viviendo nuestras humildes biografías de hombres y mujeres auténticos, aunque no menos reales que cada uno de los personajes inmortales que nos legó don Gabriel García Márquez.

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