La mejor manera de comprender la obra
de un escritor es abordar su propuesta literaria como si se la contáramos a un
niño. En el caso de Gabriel García Márquez la ruta fácil sería referirnos a su
fabulación de encantamiento: la mujer más bella del mundo ascendiendo a los
cielos en sábanas inmaculadas, viejos tristes con unas alas enormes pegadas a
la espalda, y una estirpe condenada a cien años de soledad sin una segunda oportunidad
sobre la tierra.
Pero si uno pela la cáscara de
realismo mágico en las novelas del colombiano, lo que queda es algo más
milagroso que barcos encallados en mitad de los manglares. Queda la gema de una
estética refulgiendo mejor que la más grande invención de su fantasía
desbordante. Queda el arcano descubierto de su genuino arte. Queda una
propuesta literaria al desnudo presta a ser contada al más inocente de los
niños. Es decir, queda su capacidad para crear mil y un personajes
emocionalmente incompletos, mutilados de alma y corazón que no obstante sus
limitaciones mentales cargan el peso de una dignidad invulnerable; son
consecuentes con sus principios (que no siempre son los convencionales) y
valoran esas cosas invisibles pero sólidas que merecen su respeto.
Un niño tendría que aprender de
García Márquez que lo más valioso en la vida es defender su dignidad individual
a pesar de las inclemencias y desgracias que nos atosigan. Una vieja ciega
engaña a su familia memorizando cada mueble y objeto de su casa, fingiendo que
mantiene su mirada intacta. Un coronel promueve treinta y dos levantamientos
armados consiente de que los perderá todos. Otro coronel espera 15 años con
paciencia estoica a que le confirmen su pensión de veterano de guerra y
alimenta con fe un gallo que le brinde los beneficios de hipotéticas apuestas
en un palenque.
No por fatalismo sino por rutina, la
anciana vivirá solitaria hasta los 120 años, con los nietos brincando sobre
ella y escondiéndola en los roperos. El coronel morirá con su memoria perdida
en los laberintos del olvido. El otro coronel no recibirá nunca su pensión y
sólo hasta el final de la novela necesitará los setenta y cinco años de su vida
para responderse puro e invencible: “mierda”.
Y es que los personajes de García Márquez
son dignos porque crecen donde los plantan, como los árboles. Se ofrecen tal
como son ante el raquitismo de la vida y la precariedad de la existencia, en la
que una brizna de calor humano resulta más milagroso que un bebé nacido con
cola de cerdo. Por eso, cualquier lector de García Márquez se quedará con las
ganas de ofrecer su consuelo a gente como Úrsula Iguarán o Aureliano Buendía.
La grandeza de la literatura del colombiano consiste en que nos hace más
sensibles al dolor del prójimo y a la soledad ajena: con él recordamos que todo
ser nace para aliviar la pesadumbre de otro ser.
Con Úrsula Iguarán, por ejemplo, el
lector se da cuenta de lo duro que debe ser ir enterrando a las personas que
uno estima: familiares, amigos, conocidos. Y erigirse en el último superviviente
de nuestros contemporáneos. Esta pobre anciana vivirá esperando 120 años a que
le digan “ahora tú”.
De ahí que uno de los cuentos que más
me gustan de García Márquez sea “La tarde prodigiosa de Baltazar”. Un
carpintero pobre construye para el hijo del hombre rico del pueblo la más
hermosa jaula de pájaros que hayan contemplado ojos humanos. Como a última hora
sus compradores se rehúsan a pagarle, el carpintero le regala la jaula al niño
y se marcha de la mansión sin un centavo en la bolsa.
Sería una lección inolvidable para
cualquier niño contarle de qué materia está compuesta esta dignidad que ostenta
el carpintero, atributo personal más poderoso que todos las maravillas juntas
del realismo mágico. La visión del pobre hombre que se marcha con la frente en
alto y el honor enhiesto, nos alienta para seguir viviendo nuestras humildes
biografías de hombres y mujeres auténticos, aunque no menos reales que cada uno
de los personajes inmortales que nos legó don Gabriel García Márquez.
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