Mi primer
empleo en un periódico lo conseguí porque me puse tres veces seguidas la misma
camisa roja. Dado mi pobre aliño indumentario, el burlón de Noé Hernández
Santoyo – a quien tantos quisimos tanto – me apodó “la fotografía”. No pude
convencerlo de que lo mío era outfit original no pobreza manifiesta, así que me
recomendó con un amigo suyo que era director de un periódico local.
Me
presenté en punto del mediodía en la oficina de Jorge Villegas con la misma
camisa de siempre y de añadidura una corbata a cuadros que me daba cierto toque
hipster. Villegas me dejó esperando tres horas, me recibió sin un dejo de
disculpa, leyó al vuelo unas cuartillas que escribí la víspera y me mandó a
trabajar a una covachita frente a la rotativa, sin el menor halago a mis
escritos y sólo con un elogio ostentoso a mi camisa roja.
Ya bien
entrada la tarde volví a pedir cita con mi flamante jefe porque no me quedaba
claro a qué me iba a dedicar en mi nueva chamba. “Vas a escribir la columna política
del Diario de Monterrey, la columna del diario vespertino, un artículo de opinión
tuyo y otro con firma anónima”. Cuando le pregunté cuántos días a la semana
publicaría cada uno de los textos me respondió como si nada: “todos juntos, de
lunes a domingo”. A partir de esa día desterré de mi vocabulario el verbo
dormir.
De buenas
a primeras mi vida dio un giro copernicano: me gané un insomnio pertinaz que no
me lo quito con nada desde entonces, me inoculé el virus pernicioso de escribir
venga o no a cuento y conocí a uno de los maestros más notables del periodismo
que cualquier aspirante a redactor quisiera tener al alcance de sus manos. A la
vuelta de los días me topé con él en los pasillos del periódico: “¿ya te
hartaste de tanto escribir o estas enviciado con las letras?” Sin dudarlo
respondí: “lo segundo, maestro, lo segundo”. Mientras, sus ojos me decían “te
lo dije” y luego “échame a mí la culpa de lo que pase”.
Villegas
es el genio de la concisión. “No hay tema en este mundo ni en el otro que no
pueda tratarse en menos de una cuartilla”, me confió alguna vez. Se inspira en
buena medida en el gran periodismo americano al cual es afecto, el de Ben
Bradlee, Bob Woodward y en los medios electrónicos el del incomparable Walter
Cronkite.
La
capacidad de síntesis de Villegas es su gran virtud, pero no la única. Su
columna “A Rajatabla” no es un mazo sino un florete. Hiere afiladamente. El
criticado no se da cuenta que le atravesaron el cuello hasta que mueve un poco
la cabeza y se le cae rodando por el suelo. La prosa de Villegas destila
fragancias bíblicas. Sus “Cosas Nuestras” son pequeñas parábolas con moraleja
práctica que reflejan el sentido común de la clase media regiomontana.
Hace
meses en un homenaje suyo, le di sus textos breves a varios amigos artistas
para que los leyeran en público durante la Feria de Libro del ITESM. El
resultado fue una sensación a culto secular, una comunión de voces, una festiva
hermandad. ¿De dónde le viene ese talento renovado? Villegas me lo aclaró como
revelándome el secreto más grande de su oficio: “Leo a los clásicos. Cuando
siento que mi pluma recae, vuelvo a Quevedo, a Cervantes y a Lope”.
Con razón,
maestro. Ya lo entiendo todo. Eso lo explica bien. Así cualquiera. ¿No es
verdad? Recupérese pronto, porque ya queremos su retorno. Justo Leñador no es
nadie sin usted. Como tampoco el periodismo norteño es gran cosa cuando a veces
nos falta su pluma perspicaz.
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