No
trascendió lo suficiente como personaje legendario porque no era un hombre
atormentado: para forjarse una leyenda hace falta una psicología retorcida, un
complejo sublimado en personalidad, una íntima herida metafísica como la tuvo
Lincoln, Kennedy o Nixon.
Él, en
cambio, era un sombrerudo tosco, naturalmente llano, fumador de Marlboro rojo y
sin ninguna otra gracia más que levantarse la camisa para ostentar en las
cenas diplomáticas su tórax marcado por cicatrices
de guerra. Era malísimo para contar chistes, no más culto que un granjero en un
tractor (aunque fue maestro de escuela en Cotulla, Texas) y pertinazmente
reacio a los buenos modales.
Pero
durante su administración al frente del país más poderoso del mundo – entonces,
ya no ahora – hizo más cosas que la mayoría de los presidentes norteamericanos
del siglo XX. Negoció con legisladores enemigos suyos hasta dejarlos exhaustos
en el piso; se tomó con ellos decenas de botellas de Jacks Daniel´s y les dio todos
los abrazos necesarios para que le aprobaran la Ley de los Derechos Civiles,
acabar de un plumazo con la segregación racial, al menos en papel y fijar los
pocos atisbos de regulación económica que aún prevalecen en EUA.
Mágicamente,
la mayoría de los congresistas de ultraderecha le aprobaran el único seguro médico
gratuito para pobres que existe en su país. ¿Cómo logró el milagro? Porque era
necio como una cabra, testarudo como un niño de brazos y exhibía una forma de
ser opuesta a la del alambicado y distante Barack Obama. Le gustaba repetir una
frase que no era suya pero como si lo fuera: “desconfía de los hombres que no
toman porque no guardan buenas intenciones”. Obama, casi abstemio, se hubieran
llevado mal con él.
Su arribo presidencial
no pudo ser más afortunado: era el vicepresidente de John F. Kennedy. Cuando
mataron a su jefe en 1963, no se le vio atribulado sino ejecutivo: protestó el
cargo sobre el mismo Air Force One
que transportaba el cadáver de su antecesor en los maleteros, justo debajo de
sus pies.
Ya como
presidente se volvió aún menos atractivo: tendía al chantaje político y a
hostigar a los senadores rejegos a él con el peso de su cargo y su gran estatura.
No fue un estadista; en todo caso fue un gran burócrata, un operador, como se
les dice ahora, dueño de un estilo que popularmente se conoce como lambiscón,
prepotente y desenfadado.
La guerra
de Vietnam lo inhibió para reelegirse. Decidió aventar la toalla y marcharse a
su casa en 1968 con el remordimiento de no haber hecho más cosas durante su
mandato. Era tan inquieto que, según sus familiares, prefería dormir en el sofá
de su despacho para seguir trabajando al día siguiente sin perder tiempo en
rasurarse o ducharse en las mañanas.
Ni siquiera
dos infartos previos le quitaron la virtud consumada (que otros llaman vicio)
de tomarse cada día una botella de whisky y fumarse dos cajetillas de cigarro
que compartía con quien tuviera enfrente, gustoso de difundir generosamente sus
malos hábitos.
Un infarto
lo mató una madrugada de 1973, con el auricular de su teléfono en la mano
izquierda y un vaso whiskero en la derecha. Para fortuna suya, Lyndon B.
Johnson ya se había acabado el trago cuando lo sorprendió la muerte.
1 comentario:
Qué buen artículo Eloy, cadencioso, sin prisa como seguramente fluía el whisky de el Presidente Lyndon. Un saludo de Miguel Sánchez desde la Secrtaría de Educación en Nuevo León.
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