Hace días
me topé en un Sanborns a un ex líder del movimiento del 68. Confieso que soy su
amigo, pero reconozco que acabó por ser la parodia de sí mismo. Obsesionado en
repetirse, se caricaturiza; terco en defender su quimera derretida, ensancha la
brecha entre sus ideales y sus rutinas de viejo aburrido y monocorde.
Observo
sobre las cabezas de algunos militantes del 68 el planear de los buitres negros
de la soledad. No los culpo: es duro saber que la realidad los superó por la
derecha; los convirtió en lo que tanto detestaron. Su pensamiento otoñal se
oficializa. Acaso militan en el PRD,
otros mudaron piel en Morena, pero casi todos son burócratas de corazón. A
todos les circunda un aura claudicante.
¿Podrían
reconocerse ahora? ¿Viejos angustiados por el recorte laboral, por la boda de
sus nietos, por la fila para cobrar sus pensiones exiguas, por el gasto? Toman
en las tardes la siesta, se rascan la calva, ven televisión sobándose el
vientre, tan inflamado como lo estuvo su cabeza en los buenos tiempos. Ya no
van a mítines. Ya no emiten proclamas. El último muro donde pintaron consignas
se derrumbó hace tiempo.
Son
lectores de Nexos, más por rutina que por devoción. Siguen publicando en
revistas clandestinas (porque muy pocos las leen). Y en un rato inspirador,
robado a la abulia, escriben un artículo en contra de Peña Nieto, claro que
moderado, suavecito, como claraboya con la cual asirse a la certidumbre del
“aún estoy aquí”. Convencidos están de su falta de defensas, de su disidencia
inofensiva, de su pólvora mojada, de su fracaso disfrazado de cobija en su
regazo.
Los he
visto en estos años de Internet, y de los indignados y de las revoluciones
árabes, sentados en las plazas y en los Sanborns, con su radicalismo a cuestas.
Protagonistas ya casi anónimos del olvido y la deserción a destiempo. Hace
décadas pagaron su rebelión con cárcel y torturas, hace años se hicieron viejos
de improviso y emprendieron el camino de la resignación.
Me acerco
con mi viejo amigo sesentero y le recuerdo aquella carta que José Revueltas le
mandó al jefe de policía del D.F. Luis Cueto. En su texto, Revueltas --entonces
en la clandestinidad-- le decía algo así: señor General Cueto, reconozco que
soy uno de los instigadores del movimiento estudiantil por lo que muy probablemente
seré victimado. Pero a sabiendas que me quedan pocas horas de vida y de que soy
un condenado a muerte, creo ser merecedor de una última voluntad suya. Así que,
apelando a ese derecho internacional y consiente de que usted respetará con
honor militar mi deseo postrero, quisiera pedirle atentamente que vaya usted mucho
a chingar a su madre.
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