26 julio 2013

LA ÚLTIMA VOLUNTAD DE JOSÉ REVUELTAS Y DE MI AMIGO SESENTERO


Hace días me topé en un Sanborns a un ex líder del movimiento del 68. Confieso que soy su amigo, pero reconozco que acabó por ser la parodia de sí mismo. Obsesionado en repetirse, se caricaturiza; terco en defender su quimera derretida, ensancha la brecha entre sus ideales y sus rutinas de viejo aburrido y monocorde.

Observo sobre las cabezas de algunos militantes del 68 el planear de los buitres negros de la soledad. No los culpo: es duro saber que la realidad los superó por la derecha; los convirtió en lo que tanto detestaron. Su pensamiento otoñal se oficializa.  Acaso militan en el PRD, otros mudaron piel en Morena, pero casi todos son burócratas de corazón. A todos les circunda un aura claudicante.

¿Podrían reconocerse ahora? ¿Viejos angustiados por el recorte laboral, por la boda de sus nietos, por la fila para cobrar sus pensiones exiguas, por el gasto? Toman en las tardes la siesta, se rascan la calva, ven televisión sobándose el vientre, tan inflamado como lo estuvo su cabeza en los buenos tiempos. Ya no van a mítines. Ya no emiten proclamas. El último muro donde pintaron consignas se derrumbó hace tiempo.

Son lectores de Nexos, más por rutina que por devoción. Siguen publicando en revistas clandestinas (porque muy pocos las leen). Y en un rato inspirador, robado a la abulia, escriben un artículo en contra de Peña Nieto, claro que moderado, suavecito, como claraboya con la cual asirse a la certidumbre del “aún estoy aquí”. Convencidos están de su falta de defensas, de su disidencia inofensiva, de su pólvora mojada, de su fracaso disfrazado de cobija en su regazo.

Los he visto en estos años de Internet, y de los indignados y de las revoluciones árabes, sentados en las plazas y en los Sanborns, con su radicalismo a cuestas. Protagonistas ya casi anónimos del olvido y la deserción a destiempo. Hace décadas pagaron su rebelión con cárcel y torturas, hace años se hicieron viejos de improviso y emprendieron el camino de la resignación.

Me acerco con mi viejo amigo sesentero y le recuerdo aquella carta que José Revueltas le mandó al jefe de policía del D.F. Luis Cueto. En su texto, Revueltas --entonces en la clandestinidad-- le decía algo así: señor General Cueto, reconozco que soy uno de los instigadores del movimiento estudiantil por lo que muy probablemente seré victimado. Pero a sabiendas que me quedan pocas horas de vida y de que soy un condenado a muerte, creo ser merecedor de una última voluntad suya. Así que, apelando a ese derecho internacional y consiente de que usted respetará con honor militar mi deseo postrero, quisiera pedirle atentamente que vaya usted mucho a chingar a su madre.

No debió sorprenderme la respuesta de mi amigo, el ex líder del 68, convencido de bucear en las aguas mansas de la actual mediocridad: “se le pasó la mano al buen Pepe”.

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