En nuestro idioma no existe un
término equivalente a whistleblower.
Su traducción más cercana del inglés sería “alertador”, aquel que pone del
conocimiento público las amenazas en contra del interés público por parte de
una organización a la cual el propio alertador pertenece. Su propósito es
ético; su carácter es épico.
El origen del vocablo proviene de
los oficiales de la policía británica que soplan sus silbatos para avisar de un
delito descubierto in fraganti. Para descalificar esta práctica sus detractores
usan como su sinónimo “delator” o “soplón”, de clara extracción castrense (“se
peinó” dice también el argot chilango).
En México no existe la práctica tan
común en el mundo anglosajón de ventilar información reservada a un ámbito restringido
por parte de un miembro de la propia organización. Aquí un delator es un
traidor. Un soplón es, como regla aceptada por todos, un mal nacido: un
chaquetero. Es parte de nuestro ADN patrio.
Predomina en nosotros el respeto
jerárquico: “cuando el jefe se equivoca, o se excede, o comete un ilícito, no
importa… por eso es el jefe”. Nadie entre nosotros aceptaría ser considerado un
delator. Se sabe que los alertadores no tienen buena prensa.
Una figura como Edward Snowden, el
ex empleado de la Agencia de Seguridad Nacional (NSA) que reveló el
ciberespionaje de la administración Obama, no podría florecer en nuestro país.
Simplemente nadie creería en el heroísmo de un funcionario del CISEN que
delatara expedientes secretos de ese organismo de Gobernación.
La opinión pública sería tajante con
él: “lo hizo por dinero”, “porque lo iban a correr”, “por envidioso”, “por
protagónico”. Hemos tenido casos contados en la historia reciente, pero todos, sin
excepción, han pasado al olvido, incluso los nombres de los delatores
protagonistas.
De ahí que en México se sustituya la
práctica del whistleblower por el simple ejercicio del informante anónimo a los
medios de comunicación. Y en muchos casos, la delación consiste en “pasar el
chisme”.
Ciertas columnas periodísticas se
convierten entonces en las cartas envenenadas que un político envía a otro
político: suelen ser su correa de transmisión para atentar en contra de la
reputación del contrario.
Y si el informante cuenta además con
recursos para que esas columnas compren su versión, el linchamiento de la
víctima política es inminente.
Son seguidores folclóricos de la
frase del Cardenal Richelieu: “Denme seis líneas escritas por la mano del
hombres más honesto, y yo encontraré algo para hacerlo ahorcar”.
¿Un Edward Snowden en México? Previo
a su primera declaración pública rodaría su cabeza por los pasquines y los
medios comprados por el poder en Monterrey. En estas tierras el delator es una
variante doméstica de la soledad. Así pasen cien años.
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