19 junio 2013

SOBRE TRAIDORES Y DELATORES


En nuestro idioma no existe un término equivalente a whistleblower. Su traducción más cercana del inglés sería “alertador”, aquel que pone del conocimiento público las amenazas en contra del interés público por parte de una organización a la cual el propio alertador pertenece. Su propósito es ético; su carácter es épico.

El origen del vocablo proviene de los oficiales de la policía británica que soplan sus silbatos para avisar de un delito descubierto in fraganti. Para descalificar esta práctica sus detractores usan como su sinónimo “delator” o “soplón”, de clara extracción castrense (“se peinó” dice también el argot chilango).

En México no existe la práctica tan común en el mundo anglosajón de ventilar información reservada a un ámbito restringido por parte de un miembro de la propia organización. Aquí un delator es un traidor. Un soplón es, como regla aceptada por todos, un mal nacido: un chaquetero. Es parte de nuestro ADN patrio.

Predomina en nosotros el respeto jerárquico: “cuando el jefe se equivoca, o se excede, o comete un ilícito, no importa… por eso es el jefe”. Nadie entre nosotros aceptaría ser considerado un delator. Se sabe que los alertadores no tienen buena prensa.

Una figura como Edward Snowden, el ex empleado de la Agencia de Seguridad Nacional (NSA) que reveló el ciberespionaje de la administración Obama, no podría florecer en nuestro país. Simplemente nadie creería en el heroísmo de un funcionario del CISEN que delatara expedientes secretos de ese organismo de Gobernación.

La opinión pública sería tajante con él: “lo hizo por dinero”, “porque lo iban a correr”, “por envidioso”, “por protagónico”. Hemos tenido casos contados en la historia reciente, pero todos, sin excepción, han pasado al olvido, incluso los nombres de los delatores protagonistas.  

De ahí que en México se sustituya la práctica del whistleblower por el simple ejercicio del informante anónimo a los medios de comunicación. Y en muchos casos, la delación consiste en “pasar el chisme”.

Ciertas columnas periodísticas se convierten entonces en las cartas envenenadas que un político envía a otro político: suelen ser su correa de transmisión para atentar en contra de la reputación del contrario.

Y si el informante cuenta además con recursos para que esas columnas compren su versión, el linchamiento de la víctima política es inminente.

Son seguidores folclóricos de la frase del Cardenal Richelieu: “Denme seis líneas escritas por la mano del hombres más honesto, y yo encontraré algo para hacerlo ahorcar”.  

¿Un Edward Snowden en México? Previo a su primera declaración pública rodaría su cabeza por los pasquines y los medios comprados por el poder en Monterrey. En estas tierras el delator es una variante doméstica de la soledad. Así pasen cien años.        

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