Ayer murió
un mafioso. Su partida me distrae de los obsesivos temas circulares; de los
llaveros municipales cedidos por incapacidad a Dios; de la rutina de calificar
en soledad a los gobernantes obtusos; de las redes enredadas en las brumas
digitales; de la enfermedad y su necedad
de flagelarme en rutinas estrictas y calculadoras.
Ayer murió
un mafiosos y su despedida arrastra una mística profana de entender la vida en
camiseta y calzoncillos; clausura definitivamente su casino clandestino, Bada Bing!, donde más de un lector fue
testigo (junto conmigo) del arte corporal del tubo y su accesorio humano
voluptuoso; donde se jugaba al billar entre citas sexistas, racismo de macho
gringo y algún nuevo negocio truculento qué operar al margen de la ley.
Ayer murió
un mafioso que debía algunas vidas; no sumaba muescas en su pistola (uno por
cada muerte) por llegar temprano a casa; porque Carmela, su mujer, lo esperaba
con la cena puesta; porque su hermana Janice reñía a gritos con el nuevo amante; porque a
Meadow, su hija, le crecían los traumas y la hormona del temor propio de una
adolescencia feliz; porque tenía que ver televisión con Junior, su hijo, desde
que la doctora Jenifer Melfi le recomendó hacer química con él, invadiendo de
tanto en tanto su universo doméstico y clandestino.
Ayer murió
un mafioso, asediado en las catacumbas heladas de su subconsciente por la
manipulación emocional de Livia, su madre bipolar; de su tío Corrado,
renqueante por el peso de una egolatría asesina que lo empujó al solipsismo del
Alzheimer; de su banda de forajidos urbanos comenzando por ese acomplejado
infeliz de Paulie Walnuts Gualtieri y el delator Big Pussy Bonpensiero y el
sobrino mirrey, aspirante frustrado a productor de cine, Christopher
Moltisanti.
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