25 junio 2013

50 AÑOS DE RAYUELA


Tenía 14 años y una sed de leer todas las grandes novelas antes de acabar la adolescencia. En un viaje a Nuevo Laredo (febrero del 84) se encontró con una de las principales, medio oculta en el estante de un negocio de libros usados, algo maltrecha de los bordes pero con la encuadernación intacta. Se titulaba Rayuela.

Su padre no le quiso completar el costo, el vendedor no quiso regatear el precio y el joven no quería resignarse a perder la oportunidad. Pero el padre le soltó su no rotundo: “te la compro cuando volvamos a Nuevo Laredo”. Faltaba una semana para eso, tiempo suficiente para que otro comprador se la llevara primero o se cancelara el retorno a esa ciudad por un imprevisto o por la muerte del padre y del hijo en forma de accidente carretero. Así de macabra era la imaginación del muchacho (como la de todos los chicos de su edad) y así de compulsiva era su obsesión lectora.

A la semana siguiente – era de esperarse -- se canceló el retorno a Nuevo Laredo, el padre no sufrió ningún accidente pero se le descompuso la camioneta y el hijo comprendió que la mala suerte lo distanciaba cada vez más de ese libro con los bordes maltrechos pero con la encuadernación intacta. Rogó día y noche hasta que su padre le planteó una oferta descabellada: “Te vas en camión a Nuevo Laredo, compras tu novelita y te regresas ese mismo día”. El hijo aceptó con un voluntarismo suicida que dejó perplejo al padre. A duras penas le prestó el dinero: “ni hablar, pero no se lo cuentes a tu madre”.

Fue un viaje de dos horas para comprar una novela con los bordes maltrechos pero con la encuadernación intacta. Cuando la tuvo en sus manos el muchacho comenzó a leerla con la avidez inocente de los iniciados. No entendió gran cosa, pero el magnetismo del libro lo mantuvo prendido día y noche a La Maga y a Oliveira, a las discusiones filosóficas del Club de la Serpiente, al pequeño Rocamadour que lloró hasta su muerte en los brazos de su madre, al París de los exiliados (“del lado de allá”) y al retorno final a Buenos Aires (“del lado de acá”). El padre le contó el viaje clandestino a la madre. El hijo se sintió traicionado. Y lloró en su cama, con el libro al lado.

El mismo ejemplar de Rayuela, causante de mi desventura adolescente, lo tengo en el estante de mi biblioteca, 30 años más tarde de haberlo comprado y 50 años de haberse publicado. Lo volví a leer recientemente, en mi madurez y mi impresión se tornó ambigua: como novela mantiene el magnetismo de antaño, pero ha envejecido, al mismo tiempo que se mantiene viva, como si hubiera sido escrita ayer. Por un lado, las novedades que impregnaban sus páginas (dadaísmo, surrealismo, existencialismo) se marchitaron prematuramente. Por otro lado, su formato vanguardista (hipertexto, narrativa en red, autorreferencia) es un adelanto a las nuevas narrativas que alimentan Internet.

A veces sueño por las noches con el muchacho que fui y que leía Rayuela en el asiento de un camión destartalado, a su regreso de Nuevo Laredo. Entonces presiento que por un juego irónico del destino, el adolescente obsesivo y desdichado del norte de México se fundió con el hombre depresivo y solitario llamado Julio, que moría ese mismo día en un hospital de París, a causa de una leucemia letal que no se cansó de traicionarlo con sus esperanzas vanas de recuperación, hasta depositarlo bajo una lápida de Montparnasse. Ambos, joven y viejo, cayeron en la cuenta que sólo cuando se juega a la rayuela se llega fácilmente al cielo. Porque lo que es la vida…               

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