Tenía 14 años y una sed de leer
todas las grandes novelas antes de acabar la adolescencia. En un viaje a Nuevo
Laredo (febrero del 84) se encontró con una de las principales, medio oculta en
el estante de un negocio de libros usados, algo maltrecha de los bordes pero
con la encuadernación intacta. Se titulaba Rayuela.
Su padre no le quiso completar el
costo, el vendedor no quiso regatear el precio y el joven no quería resignarse
a perder la oportunidad. Pero el padre le soltó su no rotundo: “te la compro cuando volvamos a Nuevo Laredo”. Faltaba
una semana para eso, tiempo suficiente para que otro comprador se la llevara
primero o se cancelara el retorno a esa ciudad por un imprevisto o por la
muerte del padre y del hijo en forma de accidente carretero. Así de macabra era
la imaginación del muchacho (como la de todos los chicos de su edad) y así de
compulsiva era su obsesión lectora.
A la semana siguiente – era de
esperarse -- se canceló el retorno a Nuevo Laredo, el padre no sufrió ningún
accidente pero se le descompuso la camioneta y el hijo comprendió que la mala
suerte lo distanciaba cada vez más de ese libro con los bordes maltrechos pero
con la encuadernación intacta. Rogó día y noche hasta que su padre le planteó
una oferta descabellada: “Te vas en camión a Nuevo Laredo, compras tu novelita
y te regresas ese mismo día”. El hijo aceptó con un voluntarismo suicida que
dejó perplejo al padre. A duras penas le prestó el dinero: “ni hablar, pero no
se lo cuentes a tu madre”.
Fue un viaje de dos horas para
comprar una novela con los bordes maltrechos pero con la encuadernación intacta.
Cuando la tuvo en sus manos el muchacho comenzó a leerla con la avidez inocente
de los iniciados. No entendió gran cosa, pero el magnetismo del libro lo mantuvo
prendido día y noche a La Maga y a Oliveira, a las discusiones filosóficas del
Club de la Serpiente, al pequeño Rocamadour que lloró hasta su muerte en los
brazos de su madre, al París de los exiliados (“del lado de allá”) y al retorno
final a Buenos Aires (“del lado de acá”). El padre le contó el viaje
clandestino a la madre. El hijo se sintió traicionado. Y lloró en su cama, con
el libro al lado.
El mismo ejemplar de Rayuela, causante de mi desventura
adolescente, lo tengo en el estante de mi biblioteca, 30 años más tarde de
haberlo comprado y 50 años de haberse publicado. Lo volví a leer recientemente,
en mi madurez y mi impresión se tornó ambigua: como novela mantiene el magnetismo
de antaño, pero ha envejecido, al mismo tiempo que se mantiene viva, como si
hubiera sido escrita ayer. Por un lado, las novedades que impregnaban sus
páginas (dadaísmo, surrealismo, existencialismo) se marchitaron prematuramente.
Por otro lado, su formato vanguardista (hipertexto, narrativa en red,
autorreferencia) es un adelanto a las nuevas narrativas que alimentan Internet.
A veces sueño por las noches con
el muchacho que fui y que leía Rayuela en
el asiento de un camión destartalado, a su regreso de Nuevo Laredo. Entonces
presiento que por un juego irónico del destino, el adolescente obsesivo y
desdichado del norte de México se fundió con el hombre depresivo y solitario
llamado Julio, que moría ese mismo día en un hospital de París, a causa de una
leucemia letal que no se cansó de traicionarlo con sus esperanzas vanas de
recuperación, hasta depositarlo bajo una lápida de Montparnasse. Ambos, joven y
viejo, cayeron en la cuenta que sólo cuando se juega a la rayuela se llega
fácilmente al cielo. Porque lo que es la vida…
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