Una amiga,
estupenda chef de Monterrey, comenzó a escribir en un periódico digital sobre
cocina. En menos de una semana había recibido un aluvión de descalificaciones e
insultos a cuenta de nada en la sección de comentarios del lector que tomó la
decisión irrebatible, de no volver a incursionar como articulista en la web.
“Lo hago por mis hijos” dijo. “Y es que me han faltado tanto al respeto con
alusiones sexuales y burlas subidas de color que no pude tolerar tanto bullying”.
Le respondí
que a mí, como a casi todos los que escribimos en la web social, me pasa lo
mismo. Mis artículos suelen ser carnada de campañas de trolls que me critican
“ad hominem”, es decir, no disienten de mis opiniones sino de mi persona, en
franca repulsa a mi necedad de seguir vivo. Uno fue particularmente incisivo.
Días y noches me acosó con una saña obsesiva-compulsiva hasta que le contesté
que ya soy lo suficientemente mayor como para sufrir bullying.
Entiendo muy
bien a mi amiga chef: a nadie nos gusta ser ofendidos. Ni insultados. Ni
difamados. Ni calumniados. Ni en vivo ni bajo pseudónimo. Pero la solución es
simple: se le ignora, y listo: es el precio por opinar públicamente con nuestro
nombre y apellidos. En el fondo, el problema psicológico no está del lado de
quien opina públicamente sobre un asunto político o una receta de cocina, sino
de quien calumnia cobarde y agresivamente desde el anonimato. Su afán consiste
en buscar notoriedad a expensas de otros, llamar la atención a como de lugar:
es una distorsión del ego.
Esto se
deriva de una psicopatología denominada “online disinhibition effect”. Cuando
determinadas personas se plantan solitarias frente a una pantalla, se les
detona un efecto peculiar: el anonimato las envalentona, incrementan
características escondidas de temeridad, auspiciados por la invisibilidad que
propician las redes sociales.
Cuando
interactuamos cara a cara, el cerebro se mantiene usualmente en autocontrol
gracias al córtex orbitofrontal, que emite señales para moderar nuestros
impulsos y empatizar con los demás. Eso nos evita salidas de tono y
comportamientos inaceptables. Pero en Internet, el córtex no funciona igual que
en la vida real, porque no está bien adiestrado en el medio online. De ahí que
nos sea muy fácil dejarnos llevar por impulsos, desatamos con ligereza los
instintos primarios, y podemos enviar sin pensarlo dos veces comentarios
insultantes. “Al cabo nadie nos ve”.
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