13 mayo 2013

JUST FUCKING DO IT



Hace años invité a una amiga programadora de videojuegos a Chumsley’s, en Greenwich Village, porque pensé que era el lugar histórico perfecto para cualquier geek digno de tal nombre. Mi amiga quedó intrigada: ¿qué tenía que ver ella con ese garito sórdido y oculto, donde William Faulkner y John Steinbeck (entre otros tantos célebres borrachos), amanecían tirados sobre la barra, babeantes y semi-comatosos?

“Mucho”, le respondí. El bar Chumsley´s fue el más conocido “speakeasy” de los años veinte, donde bebedores infractores de whisky se solazaban al margen de la redadas policiacas, hasta que previo aviso, para no ser sorprendidos “in fraganti” hacían la “ochenta y seis”, es decir, huían por la puerta de atrás, justo por el número 86 de la calle Bedford. En el año  2007 este bar cerró definitivamente sus puertas.

Supongo que Internet y las redes sociales son una especie de “speakeasy” para los modernos geek como mi amiga. En la red digital descargan música, comparten películas sin permiso, no respetan derechos de autor por copiado de textos e imágenes, se solapan entre usuarios, y cometen muchas otras ilegalidades al decir de la autoridad, que en el fondo, no es más que una transición entre modelos de negocio caducos a otro tipo de comercio en línea, diferente a la forma como hasta ahora se mercadean bienes y servicios. Las redadas policiacas son fácilmente evadidas en el ecosistema digital gracias a innumerables “ochenta y seis” que abren para escapar los habilidosos jóvenes hackers.

“¿Speakeasy digital? No está mal” sentenció mi amiga, rematando su aprobación con una carcajada. Le invité después de la cena un Sambuca italiano, con la recomendación de que masticara los granos de café para intensificar el sabor del licor, y me respondió molesta: “no me digas como hacerlo”. Esta fue la segunda lección que recibí esa noche: a los hackers como mi amiga no les gusta que les digan cómo hacer las cosas. Ellos mismos se las ingenian solos.

Un geek, un hacker, un usuario de redes sociales, no ocupa que le enseñen el camino. No pide tutoriales. Ni mentores. Ni Lazarillos. Tampoco Faulkner recibió clases sobre cómo escribir una novela y publicó una obra portentosa titulada “Light in August”. La intuición en ellos lo es todo. “The power of thinking without thinking”, diría Malcolm Gladwell.   

Este reclamo de “no me digas cómo hacerlo” que me soltó de mi amiga, puede ilustrarse mejor con los videojuegos que ella programa, a los que se les denomina “en solitario” (single player mode); el más famoso es Counter-Strike, desarrollado por Valve Software, corporativo donde hizo sus pininos mi amiga. En este software, el jugador se enfrenta a solas, en primera persona, con un reto digital bajo diferentes grados de complejidad, dirigiendo un avatar con determinada cantidad de puntos de vida, sin manuales de uso, sin guías de orientación y a partir del principio de incertidumbre.

Siguiendo únicamente el instinto, el participante del single player mode ejecuta no un plan complejo, sino un modelo flexible que, dado el singular stage de competitividad, tiene que ser innovador –y la innovación no se da una sola vez en el jugador, sino que debe ser procedimiento constante, dice Jack Welch aplicando el ejemplo al sector empresarial--. Audacia es el nombre del juego. Un valor que tuvieron emprendedores míticos desde Cornelius Vanderbilt  y John D. Rockefeller hasta Steve Jobs y Bill Gates.

Cuando los jugadores se estancan en su creatividad, caen en el error que Clayton Christensen definió como “dilema del innovador” y que consiste en mantenerse inamovibles en sus prácticas bien aprendidas, por lo que se indisponen a las nuevas tecnologías que demandan cambios extremos en la operación. Frente a estos dilemas de los programadores convencionales están las tecnologías disruptivas, que suelen anticipar, como adaptadores tempranos, los buenos hackers.

Mi amiga, de suyo callada, me soltó entonces una explicación de la filosofía hacker que aún recuerdo, quizá avispada por el Sambuca: el siguiente paso a “no me digas como hacerlo” es: “simplemente lo hago y listo”. Esta es la posición de arranque que empuja a los nativos digitales e incluso a algunos migrantes digitales a inspirarse en el acrónimo JFDI (“Just Fucking Do It”), o más decentemente dicho por el slogan de la marca Nike: “Just do it”.

Sin manuales, sin guías de orientación, sin faros marinos, los seguidores del “no me digas como hacerlo” actualizan el principio de falseabilidad de Karla Popper. Con este método los hackers (a veces sin saberlo ellos mismos), deducen las consecuencias observables en la web social y las ponen a prueba constantemente, aunque quede refutada su hipótesis inicial. Popper ha heredado al ecosistema digital la idea de que aún las hipótesis corroboradas tienen una condición provisional, nunca verificadas y siguen en busca de evidencia empírica.

Intoxicado de tanta filosofía hacker, le pedí a mi amiga marcharnos del Chumsley’s. No fuera a ser que, de un momento a otro, se apareciera Eliot Ness y sus Intocables a echarnos a perder la velada, antes de hacer el “ochenta y seis” y escapar al bed and breakfast más cercano.        

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