Hace años invité a una amiga
programadora de videojuegos a Chumsley’s, en Greenwich Village, porque pensé
que era el lugar histórico perfecto para cualquier geek digno de tal nombre. Mi
amiga quedó intrigada: ¿qué tenía que ver ella con ese garito sórdido y oculto,
donde William Faulkner y John Steinbeck (entre otros tantos célebres borrachos),
amanecían tirados sobre la barra, babeantes y semi-comatosos?
“Mucho”, le respondí. El bar
Chumsley´s fue el más conocido “speakeasy” de los años veinte, donde bebedores
infractores de whisky se solazaban al margen de la redadas policiacas, hasta
que previo aviso, para no ser sorprendidos “in fraganti” hacían la “ochenta y
seis”, es decir, huían por la puerta de atrás, justo por el número 86 de la
calle Bedford. En el año 2007 este bar
cerró definitivamente sus puertas.
Supongo que Internet y las redes
sociales son una especie de “speakeasy” para los modernos geek como mi amiga.
En la red digital descargan música, comparten películas sin permiso, no
respetan derechos de autor por copiado de textos e imágenes, se solapan entre
usuarios, y cometen muchas otras ilegalidades al decir de la autoridad, que en
el fondo, no es más que una transición entre modelos de negocio caducos a otro
tipo de comercio en línea, diferente a la forma como hasta ahora se mercadean
bienes y servicios. Las redadas policiacas son fácilmente evadidas en el
ecosistema digital gracias a innumerables “ochenta y seis” que abren para
escapar los habilidosos jóvenes hackers.
“¿Speakeasy digital? No está mal”
sentenció mi amiga, rematando su aprobación con una carcajada. Le invité
después de la cena un Sambuca italiano, con la recomendación de que masticara
los granos de café para intensificar el sabor del licor, y me respondió
molesta: “no me digas como hacerlo”. Esta fue la segunda lección que recibí esa
noche: a los hackers como mi amiga no les gusta que les digan cómo hacer las
cosas. Ellos mismos se las ingenian solos.
Un geek, un hacker, un usuario de
redes sociales, no ocupa que le enseñen el camino. No pide tutoriales. Ni
mentores. Ni Lazarillos. Tampoco Faulkner recibió clases sobre cómo escribir
una novela y publicó una obra portentosa titulada “Light in August”. La
intuición en ellos lo es todo. “The power of thinking without thinking”, diría
Malcolm Gladwell.
Este reclamo de “no me digas cómo
hacerlo” que me soltó de mi amiga, puede ilustrarse mejor con los videojuegos que
ella programa, a los que se les denomina “en solitario” (single player mode); el
más famoso es Counter-Strike, desarrollado
por Valve Software, corporativo donde hizo sus pininos mi amiga. En este
software, el jugador se enfrenta a solas, en primera persona, con un reto
digital bajo diferentes grados de complejidad, dirigiendo un avatar con
determinada cantidad de puntos de vida, sin manuales de uso, sin guías de
orientación y a partir del principio de incertidumbre.
Siguiendo únicamente el instinto, el
participante del single player mode
ejecuta no un plan complejo, sino un modelo flexible que, dado el singular stage de competitividad, tiene que ser
innovador –y la innovación no se da una sola vez en el jugador, sino que debe
ser procedimiento constante, dice Jack Welch aplicando el ejemplo al sector
empresarial--. Audacia es el nombre del juego. Un valor que tuvieron
emprendedores míticos desde Cornelius Vanderbilt y John D. Rockefeller hasta Steve Jobs y Bill
Gates.
Cuando los jugadores se estancan en
su creatividad, caen en el error que Clayton Christensen definió como “dilema
del innovador” y que consiste en mantenerse inamovibles en sus prácticas bien
aprendidas, por lo que se indisponen a las nuevas tecnologías que demandan cambios
extremos en la operación. Frente a estos dilemas de los programadores
convencionales están las tecnologías disruptivas, que suelen anticipar, como
adaptadores tempranos, los buenos hackers.
Mi amiga, de suyo callada, me soltó
entonces una explicación de la filosofía hacker que aún recuerdo, quizá
avispada por el Sambuca: el siguiente paso a “no me digas como hacerlo” es:
“simplemente lo hago y listo”. Esta es la posición de arranque que empuja a los
nativos digitales e incluso a algunos migrantes digitales a inspirarse en el
acrónimo JFDI (“Just Fucking Do It”), o más decentemente dicho por el slogan de la
marca Nike: “Just do it”.
Sin manuales, sin guías de
orientación, sin faros marinos, los seguidores del “no me digas como hacerlo”
actualizan el principio de falseabilidad de Karla Popper. Con este método los
hackers (a veces sin saberlo ellos mismos), deducen las consecuencias
observables en la web social y las ponen a prueba constantemente, aunque quede
refutada su hipótesis inicial. Popper ha heredado al ecosistema digital la idea
de que aún las hipótesis corroboradas tienen una condición provisional, nunca
verificadas y siguen en busca de evidencia empírica.
Intoxicado de tanta filosofía
hacker, le pedí a mi amiga marcharnos del Chumsley’s. No fuera a ser que, de un
momento a otro, se apareciera Eliot Ness y sus Intocables a echarnos a perder
la velada, antes de hacer el “ochenta y seis” y escapar al bed and breakfast
más cercano.
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