09 abril 2013

MARGARET: EL HIERRO DE LA DAMA



Una noche reciente salió de su casa a comprar un galón de leche en un comercio de medio pelo. Caminó varias cuadras con una pañoleta en la cabeza y una bolsa de plástico colgando del antebrazo derecho hasta encontrar un tendajo de quinta, mal iluminado por una bombilla que prendía y apagaba intermitente en el techo. La atendió un negro fornido e ilegal, con cara de aburrimiento eterno. Varios vándalos, menores de edad, se le adelantaron groseros a pagar pero al negro no le importó y se tomó su tiempo con ellos. Cuando al fin le tocó su turno, ella sacó un monedero viejo, titubeó con algunas monedas en la mano e indefensa porque no supo contar, soltó un lloriqueo de niña sorprendida en falta. Resignado, el negro llamó a la policía.

El tendero nunca supo que esa anciana de mirada ausente, con una pañoleta en la cabeza como cuidando una migraña imaginaria y una bolsa de plástico colgando del antebrazo derecho, había cambiado la forma de hacer política en el siglo XX. Y lo hizo sin derramar una sola lágrima, sin mostrar el menor signo de debilidad, sin tentarse el corazón a la hora de reprimir sindicatos, reducir el gasto público, bombardear islas lejanas, flexibilizar el marcado laboral, poner en su lugar a los amos y señores del Partido Conservador y abrir las compuertas a la marea incontenible del libre mercado.

Un día le conté la irónica escena a David Friedman, defensor a ultranza del anarco-capitalismo y el académico me respondió con una mirada condescendiente: a su juicio, la Dama de Hierro se quedó corta en sus metas. El mejor Estado no es el que se reduce a lo mínimo, sino el que no existe. No me quedaron sospechas de que el hijo de Milton Friedman, a su vez un fundamentalista neoliberal que propone que todos los bienes y servicios los produzca el mercado libre, condenaba a la anciana senil de la pañoleta en la cabeza y la bolsa en el antebrazo, no por achicar el gobierno, sino por no desaparecerlo de una buena vez y para siempre.

¿Estatista? No. ¿Necesitada de un Estado de hierro para lograr su Revolución Neoliberal de los años ochenta? Sin lugar a dudas. Las pruebas que acompañaron su gestión son contundentes: su mejor aliado, Ronald Reagan, incrementó en su país la burocracia, ensanchó el aparato de La Casa Blanca y elevó la deuda pública a niveles insospechados. Y en la Pérfida Albión, la seguridad social británica no se abolió con ella, sino con Tony Blair y su Tercera Vía. Incrementó los impuestos e inventó otro onerosos. Reprimió con mano de hierro las protestas sociales en Trafalgar Square. Ganó como mujer la Guerra de Malvinas porque dio un golpe de autoridad con el poder de hierro de su administración. Estado duro y rudo el suyo: nada de medias tintas.

El diagnostico político de esta mujer es la contradicción en esencia. Quiso aniquilar los músculos del Estado ostentando sus bíceps. Pretendió limitar los alcances del “monstruo frío del gobierno” (así lo llamó Friedrich Nietzsche) extendiendo sus tentáculos contra los movimientos sociales y la disidencia social inglesa. Para ser consecuente consigo misma, dice el fundamentalista David Friedman, debió privatizar no únicamente algunas empresas paraestatales, sino incuso las mismas fuerzas de seguridad pública. El gobierno era el problema, no la solución. Y ella dio el primer paso. Pero evitó dar el último. Los propios barones del Partido Conservador la apartaron del poder antes de dar el gran salto. ¿A dónde hubiera llegado?

El negro ilegal de aquella noche sufre su destino como despachador en un comercio de quinta, por culpa de las políticas económicas de la anciana con la pañoleta en la cabeza y una bolsa de plástico en el antebrazo. Esos jóvenes vándalos merodean inútiles las calles de Londres porque esa anciana senil que ningunearon y que no supo contar las monedas en su mano, les canceló cualquier subsidio oficial y por ende un futuro más estable. David Friedman dice que la culpa fue de ella porque no cumplió la tarea de acabar con el gobierno de un plumazo. ¿A quién hacerle caso?

Como en las clásicas películas serie B, llegó finalmente Scotland Yard al comercio de quinta y cargó con la mujer hasta su casa para hacerla reposar con su demencia senil en una cama vieja. Mejor se la hubieran llevado varias décadas antes. Sin saberlo, lo habrían agradecido con el alma (y por diferentes razones) el negro ilegal y fornido, los jóvenes vándalos que se le adelantaron a pagar esa triste noche y el neoliberal David Friedman, más papista que el Papa con faldas y bolsa en el antebrazo derecho.

Ayer murió la anciana de la pañoleta en la cabeza. Más de tres celebraron su partida.   

No hay comentarios: