Una noche reciente salió de su
casa a comprar un galón de leche en un comercio de medio pelo. Caminó varias
cuadras con una pañoleta en la cabeza y una bolsa de plástico colgando del
antebrazo derecho hasta encontrar un tendajo de quinta, mal iluminado por una
bombilla que prendía y apagaba intermitente en el techo. La atendió un negro
fornido e ilegal, con cara de aburrimiento eterno. Varios vándalos, menores de
edad, se le adelantaron groseros a pagar pero al negro no le importó y se tomó
su tiempo con ellos. Cuando al fin le tocó su turno, ella sacó un monedero
viejo, titubeó con algunas monedas en la mano e indefensa porque no supo
contar, soltó un lloriqueo de niña sorprendida en falta. Resignado, el negro
llamó a la policía.
El tendero nunca supo que esa
anciana de mirada ausente, con una pañoleta en la cabeza como cuidando una
migraña imaginaria y una bolsa de plástico colgando del antebrazo derecho,
había cambiado la forma de hacer política en el siglo XX. Y lo hizo sin
derramar una sola lágrima, sin mostrar el menor signo de debilidad, sin
tentarse el corazón a la hora de reprimir sindicatos, reducir el gasto público,
bombardear islas lejanas, flexibilizar el marcado laboral, poner en su lugar a los
amos y señores del Partido Conservador y abrir las compuertas a la marea
incontenible del libre mercado.
Un día le conté la irónica escena
a David Friedman, defensor a ultranza del anarco-capitalismo y el académico me
respondió con una mirada condescendiente: a su juicio, la Dama de Hierro se
quedó corta en sus metas. El mejor Estado no es el que se reduce a lo mínimo,
sino el que no existe. No me quedaron sospechas de que el hijo de Milton Friedman,
a su vez un fundamentalista neoliberal que propone que todos los bienes y
servicios los produzca el mercado libre, condenaba a la anciana senil de la
pañoleta en la cabeza y la bolsa en el antebrazo, no por achicar el gobierno,
sino por no desaparecerlo de una buena vez y para siempre.
¿Estatista? No. ¿Necesitada de un
Estado de hierro para lograr su Revolución Neoliberal de los años ochenta? Sin
lugar a dudas. Las pruebas que acompañaron su gestión son contundentes: su
mejor aliado, Ronald Reagan, incrementó en su país la burocracia, ensanchó el
aparato de La Casa Blanca y elevó la deuda pública a niveles insospechados. Y
en la Pérfida Albión, la seguridad social británica no se abolió con ella, sino
con Tony Blair y su Tercera Vía. Incrementó los impuestos e inventó otro
onerosos. Reprimió con mano de hierro las protestas sociales en Trafalgar
Square. Ganó como mujer la Guerra de Malvinas porque dio un golpe de autoridad
con el poder de hierro de su administración. Estado duro y rudo el suyo: nada
de medias tintas.
El diagnostico político de esta
mujer es la contradicción en esencia. Quiso aniquilar los músculos del Estado
ostentando sus bíceps. Pretendió limitar los alcances del “monstruo frío del
gobierno” (así lo llamó Friedrich Nietzsche) extendiendo sus tentáculos contra
los movimientos sociales y la disidencia social inglesa. Para ser consecuente
consigo misma, dice el fundamentalista David Friedman, debió privatizar no
únicamente algunas empresas paraestatales, sino incuso las mismas fuerzas de
seguridad pública. El gobierno era el problema, no la solución. Y ella dio el
primer paso. Pero evitó dar el último. Los propios barones del Partido
Conservador la apartaron del poder antes de dar el gran salto. ¿A dónde hubiera
llegado?
El negro ilegal de aquella noche sufre
su destino como despachador en un comercio de quinta, por culpa de las
políticas económicas de la anciana con la pañoleta en la cabeza y una bolsa de
plástico en el antebrazo. Esos jóvenes vándalos merodean inútiles las calles de
Londres porque esa anciana senil que ningunearon y que no supo contar las
monedas en su mano, les canceló cualquier subsidio oficial y por ende un futuro
más estable. David Friedman dice que la culpa fue de ella porque no cumplió la
tarea de acabar con el gobierno de un plumazo. ¿A quién hacerle caso?
Como en las clásicas películas
serie B, llegó finalmente Scotland Yard al comercio de quinta y cargó con la
mujer hasta su casa para hacerla reposar con su demencia senil en una cama
vieja. Mejor se la hubieran llevado varias décadas antes. Sin saberlo, lo
habrían agradecido con el alma (y por diferentes razones) el negro ilegal y
fornido, los jóvenes vándalos que se le adelantaron a pagar esa triste noche y
el neoliberal David Friedman, más papista que el Papa con faldas y bolsa en el
antebrazo derecho.
Ayer murió la anciana de la
pañoleta en la cabeza. Más de tres celebraron su partida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario