Un amigo se pregunta si con los
recientes atentados en Boston tienen futuro los maratones. Me cuentan que el de
Boston es el más antiguo de los 42.195 metros, con 116 años de organizarse y un
ambiente festivo que se contagia al mundo entero.
Hasta ayer no se habían presentado
imprevistos en esta conmemoración deportiva de las batallas de Lexington y
Concord, las primeras de la “Guerra de Independencia” de los Estados Unidos.
Pero ahora el futuro se torna incierto para esta competencia. Igual para la
seguridad nacional de los Estados Unidos.
Los rumores se esparcen: se dice
que el atentado se planeó para el maratón de Nueva York, pero dado que éste fue
cancelado, los terroristas lo trasladaron a Boston. Se dice que por su nivel de
sofisticación mortal, de coordinación mortífera, sólo pudo ser orquestado por
Al Qaeda. Se habla de cuerpos mutilados y de familias moralmente destrozadas.
Se habla de niños muertos.
Lo cierto es que se trata de una
mala racha para todos los eventos gregarios, no nada más para los maratones.
Pero la gente tiende a juntarse siempre, por un motivo o por otro. Nada ni
nadie nos quita por mucho tiempo el deseo de convivir. Así somos. Está en
nuestros genes y es una de las mejores causas por las que late nuestro corazón.
En concentraciones como el maratón de Boston producimos adrenalina, endorfinas,
y esa hormona que los expertos califican como social: la oxitocina.
Esta sensación de convivir entre
diferentes razas y pueblos nos hace olvidar a muchos aficionados modestos que en
estos eventos deportivos a los más débiles nos traicionan tarde que temprano
los músculos de las piernas; se atrofian y dan lata hasta reducirnos la marcha
y forzarnos a trotar. En mi caso, siempre me ha ayudado en ese trance un alma
caritativa que sin titubeos se apiada de mí. Lo digo con orgullo y no con pena:
no me importa porque al reconocerlo me siento parte de un grupo enorme de
hermanos y hermanas que quieren llegar primero a la meta (sin duda), pero que
su propósito final no los aparta de la preocupación por los demás.
Quienes somos aficionados a los
maratones nos enfrentamos con subidas como una célebre de 650 metros conocida
como Heartbreak Hill. Justo en ese kilómetro muchos nos hemos jurado no volver.
Por salud. Por sentido común. Por cobardía. Da igual. Pero es una sensación de
voluntad personal de la que uno solo es responsable, aunque esté rodeado por
más de 30 mil corredores como ocurrió este año. Uno solo es responsable y nadie
más.
Ayer, en Boston, todo fue
Heartbreak Hill. Ciertas bestias terroristas ha querido conculcarnos la
voluntad y los valores que nos definen como seres humanos. Nos han querido
exterminar nuestra responsabilidad personal. Por eso San Pablo hablaba del
“misterio del mal”. No soy maratonista, pero he jurado con algunos amigos que
el próximo año correremos el maratón de Boston. Lo haremos por sentido de
empatía con nuestros semejantes. Y para mantener viva la fe en los seres
humanos. No importa llegar antes o después a la meta, a fin de que lleguemos
todos, jadeantes y felices. Y en paz.
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