-- Esta mañana tomo la decisión de
mi vida. No sabes cuánto la amaba.
-- Mejor concéntrate en la pesca.
Mal momento para elegir una opción
extrema cuando la conciencia está en shock. Desvelados por calibrar las cañas,
salimos de la posada, remolcando la lancha con la Chevrolet. Hay una transparencia
lunar en el ambiente y son tres espectros con gorra a la deriva del alba. El
más viejo de nosotros, como todos los santos, tiene un corazón lleno de hoyos:
una sombra de miedo pisa los talones de su huida. Duele su zozobra de ser
atrapado como lobina por la melancolía. Y nada puede hacer más que cantar las
exequias de su mujer ya inexistente.
-- Esta mañana tomo la decisión de
mi vida.
Siete años en duelo contra la
muerte: un estira y afloja para quedarse con el cuerpo estragado de su enferma.
Pero el cáncer linfático es un retador de cuidado: te cede ventaja, te suelta
cordel y luego jala para sí: mañoso de siete suelas. Y la mujer voluble como
pluma al viento: se deja llevar por la muerte con el anzuelo en su boca
chimuela; boca hirsuta de desahucio; boca mustia de desamparo. La sepultaron
hace un mes. La muerte pesca lobinas en una balsa que se mece en las corrientes
imaginarias del aire marino.
-- No sabes cuánto la amaba.
-- Mejor concéntrate en la pesca.
Baja la Chevrolet por la rampa. Soy
yo quien desmonta la lancha, quito las fajas y los fierros. Cae la embarcación
a la marea como tromba minúscula y el más viejo de nosotros alimenta de agua la
bomba. Carbura y enciende. Pilotea a un islote con arbustos y ramas sumergidas.
Apenas tres pies de profundidad, piedra laja en el fondo. Es una lancha vieja,
tose y se apaga. Son casi cuarenta grados a la sombra, sin viento. Se augura
mediodía de infierno. Pero más tarde las lobinas descenderán a lo profundo,
buscando espacios templados. Entonces se dificultará la pesca: por eso el
madrugar y levantarse temprano. El más joven saca una caña Kistler, de lo
mejor, según me dice. Y yo le pido una reel porque he perdido el mío: no
se si lo dejé en la Chevrolet, mareado por los reclamos del más viejo.
Por eso no debe uno enamorarse de
las amantes. Luego mueren de un cáncer linfático y lo dejan a uno en cueros. Y
las esposas legítimas lo adivinan todo: tienen un sexto sentido, por así
decirlo. Saben que ganaron la partida porque la rival quedó fría y dura,
corriente abajo. Volver al hogar familiar es una opción extrema.
-- Esta mañana tomo la decisión de
mi vida.
-- Mejor concéntrate en la pesca.
Nos calla el más joven: las lobinas
son sensibles a los ruidos. Por eso apaga el motor de la lancha. Nada mejor que
guardar silencio: se crea o no, pero las lobinas tienen orejas. Son como las
esposas legítimas, con orejas en el cuerpo, aunque se las corten a ratos para
fingir que no comprenden nada. Se lo dirá a su mujer mañana mismo, apenas
regresemos de la pesca. No puede vivir con ella, en la misma casa, en la misma
cama, con los mismos hijos, si tiene una amante, muerta, pero amante a fin de
cuentas. Pudo hacerlo durante siete largos años, pero no más porque el
remordimiento es un anzuelo en la garganta del marido adúltero. Tomará una
maleta con su ropa adentro.
Trascurre la mañana sin pescar una
sola lobina. El más joven levanta con las manos una muy pequeña, la sopesa sin
ganas para regresarla de nuevo al agua: es pesca deportiva. El más viejo de
nosotros arroja la caña y se le enreda en un arbusto. Falta de pericia; error
de principiante. Suda buscando injurias para condenar su mala suerte. Pero ha
tomado la decisión sin ayuda. Los regios solemos no pedir ayuda. Somos
solidarios pero hasta el último minuto. Antes no. Nada más cuando el agua nos
llega al cuello. “Coloque la punta de la caña al frente de usted y hacia
arriba. De unos jalones suaves pero firmes”. Deslizamos la lancha a los
arbustos. Prefiero cortar el hilo a seguir tirando.
-- …la decisión de mi vida.
El remordimiento es como la humedad
que lo penetra todo, lentamente, permeando las paredes, oxidando el trato con
los íntimos, matando la confianza en uno mismo. Pero no podemos detener la
vida. Que confiesen sus culpas quienes tengan miedo a sus familias. Que reconozcan
sus pecados los cobardes. Que se marchen los amenazados, los legítimamente
atemorizados, los que han tocado el vicio del remordimiento. Los demás, la gente
de calle, tenemos cosas prácticas y más simples que hacer aquí. A falta de
remordimiento, nos quedan las órdenes perentorias de la esposa.
-- No sabes cuánto la amaba.
Guardamos
silencio los tres. El cielo se incendia en azul quemante. Pleno mediodía y
reverbera la luz en las aguas mansas. Al calor se afilan los ramajes y la
lancha se pone al rojo vivo. El más viejo de nosotros, que ya es como todos los
santos, volverá con su mujer para decirle que la deja. Que no pueden seguir
viviendo juntos. Y ella se lo prohibirá. No por amor: acaso por venganza. De la
amante muerta no dirá una palabra. Y el hombre quedará mudo. Y luego
susurrante. Y luego sumiso. La maleta con la ropa en el piso. Subiremos los
tres a menudo a la lancha, el más joven, el más viejo y yo. Nunca más le pediré
a ninguno que mejor se concentre en la pesca. No volveremos a tomar alguna
decisión importante en nuestras vidas: las esposas nos compensan tanta
debilidad viril.
Abajo rondan
pocas lobinas. Menos que en otras temporadas. Esas pocas no se dejarán atrapar
y menos asfixiar por el oxígeno externo, como el que ofrecen las amantes antes
de morir en el olvido. Y si alguna lobina lo hace y se deja atrapar, las demás
seguirán cumpliendo sus quehaceres de peces, faltaba más, abriendo sus
branquias, meneando sus colas, copulando felices, cruzando los ríos, para irse
llorando, llorando, con sus esposas, la hermosa vida.
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