02 abril 2013

EL AMOR ES UNA LOBINA MUERTA


-- Esta mañana tomo la decisión de mi vida. No sabes cuánto la amaba.

-- Mejor concéntrate en la pesca.

Mal momento para elegir una opción extrema cuando la conciencia está en shock. Desvelados por calibrar las cañas, salimos de la posada, remolcando la lancha con la Chevrolet. Hay una transparencia lunar en el ambiente y son tres espectros con gorra a la deriva del alba. El más viejo de nosotros, como todos los santos, tiene un corazón lleno de hoyos: una sombra de miedo pisa los talones de su huida. Duele su zozobra de ser atrapado como lobina por la melancolía. Y nada puede hacer más que cantar las exequias de su mujer ya inexistente.

-- Esta mañana tomo la decisión de mi vida.

Siete años en duelo contra la muerte: un estira y afloja para quedarse con el cuerpo estragado de su enferma. Pero el cáncer linfático es un retador de cuidado: te cede ventaja, te suelta cordel y luego jala para sí: mañoso de siete suelas. Y la mujer voluble como pluma al viento: se deja llevar por la muerte con el anzuelo en su boca chimuela; boca hirsuta de desahucio; boca mustia de desamparo. La sepultaron hace un mes. La muerte pesca lobinas en una balsa que se mece en las corrientes imaginarias del aire marino.

-- No sabes cuánto la amaba.

-- Mejor concéntrate en la pesca.

Baja la Chevrolet por la rampa. Soy yo quien desmonta la lancha, quito las fajas y los fierros. Cae la embarcación a la marea como tromba minúscula y el más viejo de nosotros alimenta de agua la bomba. Carbura y enciende. Pilotea a un islote con arbustos y ramas sumergidas. Apenas tres pies de profundidad, piedra laja en el fondo. Es una lancha vieja, tose y se apaga. Son casi cuarenta grados a la sombra, sin viento. Se augura mediodía de infierno. Pero más tarde las lobinas descenderán a lo profundo, buscando espacios templados. Entonces se dificultará la pesca: por eso el madrugar y levantarse temprano. El más joven saca una caña Kistler, de lo mejor, según me dice. Y yo le pido una reel porque he perdido el mío: no se si lo dejé en la Chevrolet, mareado por los reclamos del más viejo.

Por eso no debe uno enamorarse de las amantes. Luego mueren de un cáncer linfático y lo dejan a uno en cueros. Y las esposas legítimas lo adivinan todo: tienen un sexto sentido, por así decirlo. Saben que ganaron la partida porque la rival quedó fría y dura, corriente abajo. Volver al hogar familiar es una opción extrema.

-- Esta mañana tomo la decisión de mi vida.

-- Mejor concéntrate en la pesca.

Nos calla el más joven: las lobinas son sensibles a los ruidos. Por eso apaga el motor de la lancha. Nada mejor que guardar silencio: se crea o no, pero las lobinas tienen orejas. Son como las esposas legítimas, con orejas en el cuerpo, aunque se las corten a ratos para fingir que no comprenden nada. Se lo dirá a su mujer mañana mismo, apenas regresemos de la pesca. No puede vivir con ella, en la misma casa, en la misma cama, con los mismos hijos, si tiene una amante, muerta, pero amante a fin de cuentas. Pudo hacerlo durante siete largos años, pero no más porque el remordimiento es un anzuelo en la garganta del marido adúltero. Tomará una maleta con su ropa adentro.

Trascurre la mañana sin pescar una sola lobina. El más joven levanta con las manos una muy pequeña, la sopesa sin ganas para regresarla de nuevo al agua: es pesca deportiva. El más viejo de nosotros arroja la caña y se le enreda en un arbusto. Falta de pericia; error de principiante. Suda buscando injurias para condenar su mala suerte. Pero ha tomado la decisión sin ayuda. Los regios solemos no pedir ayuda. Somos solidarios pero hasta el último minuto. Antes no. Nada más cuando el agua nos llega al cuello. “Coloque la punta de la caña al frente de usted y hacia arriba. De unos jalones suaves pero firmes”. Deslizamos la lancha a los arbustos. Prefiero cortar el hilo a seguir tirando.

-- …la decisión de mi vida.

El remordimiento es como la humedad que lo penetra todo, lentamente, permeando las paredes, oxidando el trato con los íntimos, matando la confianza en uno mismo. Pero no podemos detener la vida. Que confiesen sus culpas quienes tengan miedo a sus familias. Que reconozcan sus pecados los cobardes. Que se marchen los amenazados, los legítimamente atemorizados, los que han tocado el vicio del remordimiento. Los demás, la gente de calle, tenemos cosas prácticas y más simples que hacer aquí. A falta de remordimiento, nos quedan las órdenes perentorias de la esposa.  

-- No sabes cuánto la amaba.

Guardamos silencio los tres. El cielo se incendia en azul quemante. Pleno mediodía y reverbera la luz en las aguas mansas. Al calor se afilan los ramajes y la lancha se pone al rojo vivo. El más viejo de nosotros, que ya es como todos los santos, volverá con su mujer para decirle que la deja. Que no pueden seguir viviendo juntos. Y ella se lo prohibirá. No por amor: acaso por venganza. De la amante muerta no dirá una palabra. Y el hombre quedará mudo. Y luego susurrante. Y luego sumiso. La maleta con la ropa en el piso. Subiremos los tres a menudo a la lancha, el más joven, el más viejo y yo. Nunca más le pediré a ninguno que mejor se concentre en la pesca. No volveremos a tomar alguna decisión importante en nuestras vidas: las esposas nos compensan tanta debilidad viril.  

Abajo rondan pocas lobinas. Menos que en otras temporadas. Esas pocas no se dejarán atrapar y menos asfixiar por el oxígeno externo, como el que ofrecen las amantes antes de morir en el olvido. Y si alguna lobina lo hace y se deja atrapar, las demás seguirán cumpliendo sus quehaceres de peces, faltaba más, abriendo sus branquias, meneando sus colas, copulando felices, cruzando los ríos, para irse llorando, llorando, con sus esposas, la hermosa vida.

Sí, de verdad, en serio, no sabes cuánto la amaba.

No hay comentarios: