03 abril 2013

AL FIN LIBRE


Hace 45 años, a las 18 horas y un minuto, dejó de tener aquel sueño memorable porque le metieron un balazo en la garganta en el balcón del Lorraine Motel, en Memphis, Tennessee. 

Años antes había pasado en vela toda una noche, escribiendo un discurso para leerlo en un mitin, como cierre de una marcha masiva.

Horas antes de iniciar el acto se desencantó: pensaba hablar ante cien mil personas y no había más de veinte mil. Su esposa leyó su pesar en el rostro abotagado.

“Que sea lo que Dios quiera”, dicen que le susurró.

Cuando llegó al Monumento a Washington donde iniciaba la marcha, se encontró con el milagro de la reproducción masiva: más de 250 mil personas llegando a pie, en camión urbano, en bicicleta, en carro, varios en silla de ruedas. Muchos se habían adelantado al Lincoln Memorial. 

En punto de la una de la tarde comenzó la retahíla de discursos y canciones.

Él habló al final. Fue disciplinado en leer lo escrito en los primeros minutos, hasta que lo embargó la inspiración. Y al subir al cielo su voz de barítono evangelizado, la multitud enmudeció: los testigos del milagro vivieron su ración de eternidad. Las almas levitaron. 

Repitió dos o tres veces la frase ahora legendaria. Y entonces el mundo cayó en la cuenta de cómo el activismo político a veces se vuelve mística.

Años más tarde, un día como hoy, hace 45 años, lo mataron.

El discurso I have a dream (“Yo tengo un sueño”) de Martin Luther King fue el corolario poético de una serie de éxitos previos en la lucha de los derechos civiles. Éxitos muy prácticos: King ya había conseguido lo imposible con acciones efectivas.

O sea que discurseaba en poesía pero actuaba en prosa: un soñador pragmático. Meses antes había conseguido que los industriales de Birmingham contrataran negros sin criterios discriminatorios. 

Logró que la autoridad levantara cargos contra manifestantes presos y que se creara un comité para la integración racial, entre otros acuerdos. 

Cosas sencillas que se volvieron símbolos universales. Por cierto, nunca exigió destituir autoridades, medida que sólo provoca resistencia oficial y termina en mero reciclaje de las cabezas del poder.

En el discurso del 28 de agosto de 1963, se dice que nadie debe recrearse en el valle de la desesperación. En ese entorno violento seguimos en México. 

Los secuestros y la sangre proliferan aún con su panteón de hijos muertos, familias destruidas, funcionarios coludidos y comunidades atemorizadas, sin que podamos sentarnos en la mesa de la fraternidad, como pedía King.

Hay que reaccionar y dejar de discursear en poesía lo que merece actuarse en prosa. Y no meter bajo la alfombra los saldos aún rojos del valle de la desesperación.

Porque así no se llega a ningún lado.

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