Conocí
a Pita Amor hace décadas. La visitaba en su departamento, que para ella era
casa de reposo. Me daba en la boca cucharadas de sopa de papa a mí y a un viejo
vecino que la frecuentaba. Compartí la sopa de papa muchas veces; nos la hacía
sorber al viejo y a mi en la misma cuchara, que sabía a placa dental y a
monedas viejas.
La
recuerdo en los edificios de Bucareli, propiedad de Silvia Pinal según contaban
los enterados, sin rastro en Pita de la belleza que marcó época (como dicen los
franceses). Andaba en harapos por la Zona Rosa, cargando bolsas de cartón vacías.
Se ponía coqueta una rosa en la cabeza, se maquillaba como mimo y se untaba en
el cuello unas gotas de Chanel, Number Five. Así salió una vez, arropada en
abrigo de Mink, a perseguir a un célebre torero. En un semáforo de la avenida
Cuauhtémoc se le atravesó, se quitó el abrigo y hermosamente desnuda (todavía
entonces), capoteó a la verónica el carro de su amante. Los conductores de los
vehículos cercanos le corearon un “óle” con alegría erógena, como admirando a
la Diosa del más altivo trasero.
Cuando
la conocí Pita tendría ochenta años. Por tres monedas te recitaba uno de sus
geniales y vanidosos sonetos. Si le dabas de más se ofendía porque manejaba
tarifa; fichaba como poetisa: “Shakespeare me llamó genial / Lópe de Vega infinita
/ Calderón, bruja maldita / Y Fray Luis la episcopal / Quevedo, grande inmortal
/ Y Góngora la contrita / Sor Juana, monja inaudita/y Bécquer la mayoral. / Rubén
Darío, la hemorragia / La hechicera de la magia / Machado, la alucinante. /
Villaurrutia, enajenante / García Lorca, la grandiosa / ¡Y yo me llamé la
Diosa!” .
De
joven Pita Amor fue aristócrata además de Diosa; se tapaba con unos chales
enormes, collar de perlas y no usaba ropa interior para enajenar a sus amantes,
que solían doblaban la edad. Hasta que se hizo anciana y bipolar; su cuerpo
desnudo lo sublimó Diego Rivera, Juan Soriano y otros dos, pero de aquel chorro
de belleza, solo le quedó un chisguete. Entre tanto lápiz labial, polvo de
arroz, collares de perlas, rosa en la cabeza, soberbia enfermedad y pesar de no
sé qué, le tomé mucho cariño. Ella a mi no porque de las orejas le goteaba un
egoísmo derretido que la apartó de todos y de todo hasta que su reino abolido
ya no fue de este mundo.
Vagaba
por la colonia Juárez como santa levitante, más delgada que la lluvia pero de
aguas secas. No cargaba libros porque le aburrían y cruzaba altiva las calles.
A veces husmeaba en el Bellinghausen de la calle Londres, nada más por ver qué
había. Dicen que tomaba pero yo no le olí nunca el elixir del alcohol sino el néctar
de la melancolía que destila el Prozac y químicos tales. Nunca la vi trabajar.
Ni escribir. Ni descansar. Única gran poeta ágrafa. ¿No será que los genios se
mandan solos?
Ella,
nosotros, cruzamos la mitad de la vida queriéndonos diferenciar, y la otra
mitad queriendo ser como todos. O sea, comer bien, dormir bien, copular bien, orinar
bien. Hacer sin demasiado esfuerzo las cosas elementales. De la vejez lo fastidioso
es la humillación que nos encaja vejiga y vientre: no se diga lo demás. Eso
jode al más plantado; lo separa cada día, poco a poco, de quienes
provisionalmente vivimos acá afuera.
1 comentario:
Me encantó, lo mejor que he leído de Pita Amor. Gracias.
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