Hay
mujeres de San Pedro que hacen de la descortesía una forma de andar por el
mundo. Su desdén por los demás les imprime cierto halo de misterio a sus
rostros: si no fuesen descorteses los simples mortales se los pediríamos.
Suelen vernos a los hombres por encima del hombro, no sólo a los extraños;
también a los amigos. Y uno las perdona que vayan de perdonavidas por verles
guardar el porte de suficientes, de que nadie las merece, de que es un honor
que volteen a vernos casi con el rabillo del ojo.
Me
cito con una de ellas en “Peace and Love” de Gómez Morin. Media hora esperándola
porque su madre le pidió que la llevase con el médico. Se sienta, abre su Mac y
busca la página de eBay. Había pedido en el mostrador un capuchino. Me deja
aislado en mi sillón. ¿Para qué me invita si a duras penas voltea a verme? Me
distraigo viéndola cruzar las piernas: botines Just Cavalli, de ante, con
cadenas doradas que le sientan bien.
--Disculpa
corazón, pero hoy subastan una bolsa Ferragamo con toques de pluma de avestruz.
La pierdo si no me meto ya.
Miente:
su interés es hacerse la importante; dejarme en segundo plano. Quiere subrayar
su tranquila y relajada vida como ama de casa, hijas, pendientes hogareños. Un
mundo aparte y mejor que el de cualquiera que la corteje. Mece la pierna
cruzada que baila con el botín Cavalli. Brilla la cadena dorada. Me agrada la
autosuficiencia de esas botas y de su dueña. También Flaubert cultivaba el
fetichismo del calzado femenino. Dejó testimonio de su obsesión en varias
páginas de su novela Madame Bovary. Igual el cineasta François Truffaut que
retrató una secuencia de zapatos de tacón con todo y piernas femeninas en “El
hombre que amaba a las mujeres”, de 1977.
--Ayer
leí que la bolsa es el reflejo mental de cada mujer – le digo--. Las prácticas
usan shopping bag como bolsa de mandado; las sofisticadas una clutch, tipo
cartera.
--Falso
– me ataja – usamos doctor bag, color índigo.
Apenas
levanta la vista de la Mac. Olvida su capuchino. Calla casi por diez minutos.
Debe ser un castigo por mi recuento de bolsas: quedo mal en mi papel de
entrometido en el universo femenino. Igual que el personaje enamoradizo de
Truffaut. Nunca he comprendido ese mal hábito de las mujeres de comprar bolsas
de marca: es parte de la personalidad de género; una de sus misteriosas e
insondables costumbres. La ciencia no tiene explicación de eso. Ni Flaubert con
su Bovary. Podrían escribirse cientos de tratados de antropología urbana a
partir del fundamento psicológico-social del bolso de mano. ¿Quieres enamorar a
una mujer? No le abras tu corazón herido: cómprale una bolsa de mano.
Un
cuarto de hora más tarde intento de nuevo el abordaje:
--¿Recuerdas
a mi amiga que te presenté ayer? Comenzó los trámites de divorcio y el esposo
ya le quitó la suscripción del Sport City. Está destrozada.
--Pobre
– se compadece --. Una vida amoral, hundida en conflictos contra ella misma.
Y así
gana superioridad mi amiga. Su altivez no es pose sino modo de vida; circulo de
fuego que la protege de rumores y calumnias. Por afecto a mi persona (¿debo
tomarlo así?) deja un minuto la puja en la subasta de eBay y me dedica una
reflexión en voz alta:
--Tengo
muchas amigas, no lo niego. Pero son descuidadas en su sentido de vida. Es una
lástima. Y son incultas. Cuando trato de tocar otros temas globales ¿con que me
salen? Con que desconocen todo sobre la entrega de los Oscares. Apenas supieron
que Salma Hayek es la esposa de François Henry-Pinault y que habló en la
ceremonia de Hollywood y al final apareció en directo Michelle Obama, la
Primera Dama. No saben nada de Bar Rafaelli ni de Paris Hilton ni de la Lohan.
Les conté la vida de Anna Nicole Smith y se quedaron con la boca abierta. Ni
siquiera sabían que lo más comentado en la vida de Tom Cruise es que había
saltado sobre el sofá de Oprah anunciando que amaba a Katie Holmes, de quien
por cierto ya se divorció.
Posa
sus pies en el piso y oprime con sus botines Cavalli el cogote ignorante de todas
sus amigas. Apenas pude añadir otro dato mundano:
--Seguramente
ni se enteraron que el peor desfiguro de Russell Crowe fue hace años cuando le
arrojó un teléfono al conserje de un hotel.
--Bueno,
--se queda pensando mi amiga -- eso yo tampoco lo sabía, pero como quiera
Russell no es tan famoso como los otros.
Suena
su iPhone. Apura el capuchino, cierra la Mac y se despide con un beso al aire.
--¿Ya
te vas?- La indiferencia es marca de la casa. Yo también me siento oprimido
bajo sus botines de ante que asfixian y seducen a la vez. Comprendo que el
masoquismo es el precio que pagan los admiradores frustrados y los Casanovas de
papel.
--Mamá
quiere que le compre su medicamento. Ya sabes como es de aprehensiva; papá no
puede con ella.
--Y
nadie puede contigo – pienso en silencio.
Corre a las puertas de la entrada. Taconean los botines en el piso
del café. Cuando su madre le pregunte dónde estaba le contestará que en el
“Peace and Love”, subastando en eBay y con un buen amigo, que se llama… “¿cómo
se llama mi amigo? No me acuerdo bien”. Así de claro debe quedar su vida de
mujer indiferente, altiva y condescendiente con esos entes curiosos y distantes
que la rodean y a quienes se les conoce comúnmente como personas.
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