--¿No
sabes dónde está mi hijo? Tiene apagado el iPhone. No ha regresado a casa desde
ayer. Tú que vives de noche, a lo mejor te lo topaste por ahí.
Mi
amiga me manda un mensaje por WhatsApp. Ha sido un largo fin de semana. Este
clima caliente de San Pedro abate los sentidos, derrite el optimismo y deprime
a los noctámbulos y desvelados, así que me he pasado el día resolviendo sudokus.
A últimas fechas soy un sudokista consumado: busco la lógica de los
números en el rostro de mis amigas, pero sólo les descubro algoritmos de
fatalidad. Merecen una sacudida. San Pedro comparte el desamor con su quietud y
su Calzada solitaria y sus contados caminantes que rondan la ciudad. La gente
se ha ido a otra parte.
--Desconozco
su paradero pero quítate la mortificación. Tu hijo tiene 23 años. No será la
primera vez que duerma en otra cama.
Curiosa
la vida de los jóvenes de la Colonia del Valle que eligen intoxicarse cada fin
de semana en el Munster o en el Privatt o en el Barezzito de Río Amazonas. Son
alcohólicos y drogadictos de agenda: jueves, viernes y sábado de desvelo, luego
del pre-copeo en el Main Entrance de San Agustín. Si les preguntas cómo se
divirtieron no sabrán decirte nada: todo lo olvidaron. Quizá se toparon con
buenos amigos en la mini mesa o se acostaron con una ex. Imposible recordarlo.
Comienzan por descargar energías y acaban agudizando su ansiedad patológica. Un
arco que comprende la misma madrugada etílica: vida sin significado, sin sentido,
sin alegrías genuinas: la nada existencial, no la de Sartre sino la de Shakira.
Y la madre protectora eterna de su cachorro ya mayor de edad: una codependencia
triste.
Adivino
el gesto contraído de mi amiga mensajeando en el WhatsApp. Su mente está en
otra parte; madre abnegada de última hora. No recuerdo en qué página de Internet
leí sobre un nuevo término: adultescentes. Jóvenes como muchos de San
Pedro, hijos de amigos que aún viven dependientes de sus padres. Adultos pero
adolescentes al mismo tiempo. Se han recibido como profesionistas, son mayores
de edad, pero viven en la casa de papá, siguen pidiendo su domingo, no perciben
ingresos propios, exigen su iPad, su iPhone y su Xbox-360. Salen a
los antros en el BMW de mamá, pero sin avisar a qué horas volverán. Acumulan
para sí decenas de derechos y ninguna obligación, más que la de desperdiciar
neuronas, o quemarlas a golpe de aguas locas. Son los hijos del nuevo siglo:
indolentes, conformistas y parásitos con sonrisa edénica.
--Eres
desconsiderado. Tengo un hijo perdido y tú me sales con frivolidades.
Se me
antoja salirme del WhatsApp pero no lo hago, por decirle unas cuantas verdades más
a mi amiga; por hablar de su hijo perdido en todos los sentidos.
--Para
mi la frivolidad es parir hijos, que luego no vas a educar bien.
--Te
equivocas. Le he dado estudios, cuidados, una carrera, eso sin contar con un
padre, porque bien sabes que me divorcié joven. Oye, corazón, luego me invitas
al Main Entrance. ¿Sí?
--Después,
pero vuelvo al punto: igual educaste a tu hijo para ser dependiente de ti; para
vivir una libertad sin compromisos; para ser hijo eterno tuyo.
--¿Y
qué quieres? ¿Que mi propio hijo me rechace como madre? Sorry pero no tengo
tiempo para razonar tus pendejadas.
Mi amiga se ha desconectado del WhatsApp. O simplemente me bloqueó.
Da lo mismo. Tiene mucho en qué pensar y yo muchos sudokus qué resolver. De eso
se trata la vida en San Pedro. Más tarde me buscará para la invitación al Main
Entrance. Ella también es dependiente de sus amistades. Ella también es una adultescente.
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