El uso de Twitter en México pasó
de la inicial sensación de libertad y entusiasmo relativo por decir lo que a
uno le venga en gana, a despreciar el sentido común en las expectativas que
provoca una red social apenas salida del cascarón (nació como start-up
recientemente en 2006). Nos olvidamos que Twitter no es más que una empresa
privada de microblogging, con sede en San Francisco California.
Por un lado, están los tuiteros
mexicanos utópicos, jóvenes e idealistas, que depositan sus esperanzas en la
eficacia de este medio para desafiar y abrir nuestra sociedad cerrada y tribal.
Adjudican a Twitter cualidades casi mágicas para derrotar la maraña de
intereses creados, salvar de pasadita al país y hacer mofa de los actores
políticos “del momento”. En suma, sus tuits (con sus grandes dosis de escarnio
e información instantánea comprimida en mensajes cortos “SMS” de 240
caracteres) devienen letales para el corrupto Estado mexicano.
Por otro lado, están los
políticos, servidores públicos, funcionarios, legisladores, burócratas,
candidatos y demás fauna folclórica nacional que se montan en la cresta de la
ola tecnológica y contratan community managers (por lo general geeks con
ciertas habilidades cibernéticas) para potenciar sus cuentas a (según ellos),
más de 10 mil followers. Así se legitiman como políticos de avanzada, que
expanden sus canales de diálogo (ilusos) hasta niveles insólitos de
interrelación social (más ilusos), creyendo que pueden emular aunque sea discretamente,
el éxito de “tuitstars” como Paulo Coelho o, en México, mi amigo Miguel
Carbonell.
Tanto los tuiteros utópicos como
los políticos ciber-narcisistas están equivocados: los primeros por soñadores,
los segundos por charlatanes. A primera vista, hacer la revolución por Twitter
y ampliar a miles de usuarios la red social de un político es una idea
brillante y hasta barata. No ocupan pagar publicistas ni invertir en grandes
campañas de “posicionamiento” (así hablan ellos) porque basta con abrir su timeline
e iniciar un diálogo con los usuarios de Internet sobre cualquier nimiedad. En
otras palabras, han descubierto el irresistible atractivo de mandar tuits a sus
seguidores (que por cierto no tienen el gusto de conocer) en las abigarradas y
revueltas redes sociales.
¿Pero por qué creen los tuiteros
utópicos que sus seguidores los acompañarán a la gesta heroica de socavar al
Estado mexicano cuando la mayoría se limita a sumarse al “hashtag” de última
hora y compartir bromas (por lo general muy ingeniosas) contra la autoridad
pública? ¿Y por qué creen los políticos ciber-narcisistas que miles y miles de
tuiteros los seguirán en sus tuits huecos, insulsos, vanos y finalmente
anodinos gracias a las artes de encantador de un chavo cibernético que les dotará
de followers que sólo existen en su imaginación?
Para que nos quede claro, el
ciberespacio es el equivalente plaza pública virtual, un parque, un mercado
donde socializar, no una convocatoria a un desfile que marcha marcialmente
detrás de un político mediocre que supone lo seguirán las masas nada más por su
linda cara y que tarde que temprano lo volverán un “trending topic”. Tan
ridícula es esta falacia, como la otra, sustentada en la idea de que Internet
favorece a los oprimidos y que es un comunidad democrática uniformada y
homogénea, donde los tuiteros libertarios ponen en su lugar a los tuiteros
opresores, en una especie de cantar de gesta o novela de mosqueteros al estilo
de “todos para uno y uno para todos”.
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