La vejez no es una batalla sino una masacre. Envejecer se ha convertido en uno de los mayores temores actuales. Pero corrijo: más que envejecer, a lo que tememos es a nuestra decadencia física y mental. Miente quien diga que acepta este designio de la naturaleza: una cosa es que lo toleremos por realismo, resignación suicida o por prescripción de los dogmas religiosos que profesamos. Pero otra cosa muy distinta es esperar la decrepitud propia sentado en una mecedora, como quien oye llover.
En esta década predomina la tendencia frívola a privilegiar la juventud por encima de la experiencia. Las agencias de publicidad ya no aceptan aspirantes que rebasen los treinta años. Los cuarentones estamos más a un paso de la jubilación que del prestigio profesional. En el mercado laboral, la primavera tiene más cartel que el congelante aunque reposado invierno, y una a una cana se le denuncia como si fuera una falta al reglamento de tránsito.
No exagero: ¿quiénes son los actuales santones de las tecnologías de la información y la comunicación? Expertos veinteañeros. ¿Quiénes son los expertos en marketing? Jóvenes de floreciente acné. ¿Quiénes son los arquitectos de prestigio? Artistas recién egresados del aula. ¿Quiénes son los cantantes famosos? Muchachos imberbes salidos de la tele. ¿Quiénes son las meseras de Hooters? Chicas descotadas y en patines. Cosa nada mal, por cierto.
Frente a este ejército que no rebasa, en promedio, el cuarto de siglo, se alza el cúmulo de viejos cacharros, cuya experiencia inútil no les sirve más que para aburrir nietos en las mesitas deStarbucks o para recorrer Puerto Vallarta en desvencijadas casas-remolque. Y eso sólo para gringos pensionados, una especie en ascenso creciente que se toma fotos en bermudas y juega voleibol playero.
Los remedios pueden ser variados y extremistas, moderados o radicales. En el Diario de la guerra del cerdo, Adolfo Bioy Casares imaginó en pleno Buenos Aires del siglo XX redadas de jóvenes a la caza de ancianos. Cuando veían a uno, lo golpeaban hasta el hartazgo. Bioy no precisa la edad de las víctimas pero podemos adivinarlo: cuarenta años.
Los chicos agresores se arrepienten a los pocos capítulos –es una narración de formato breve – y acabaron por tomar conciencia de lo inapropiado de sus actos: lo cual significa que dejaron de azotar viejos para adquirir otros hábitos menos mortíferos. Me pregunto qué hubiera pasado de ser la trama al revés: que fueran los ancianos quienes persiguieran a los jóvenes. De entrada no sería tanto una fantasía sino una realidad palpable: los viejos con dinero gustan de las muchachas en flor, y las mujeres entradas en carnes y arrugas a granel gustan probar esa variante de calamar con piernas que se llaman strippers.
El mundo está patas arriba y eso se refleja en el mercado de aspirantes a trabajos bien o mal remunerados. Se dice que los jóvenes profesionistas están en condiciones de aceptar sin rezongar órdenes de sus superiores jerárquicos; cosa que les cuesta mucho cumplir a los maduros. Pero si recuerdo bien, nunca salió ninguna película (ni siquiera en tono de comedia bufa) que tuviese por título: Viejos rebeldes sin causa. Si un árbol no le hubiera frenado a James Dean su desarrollo como persona, seguramente hubiese terminado sus días como un viejo actor del montón (que, por cierto, son ahora a quienes les sonríe el estrellato).
Lo mismo pasa cuando se dice que los hombres arriba de los cuarenta no asimilamos bien los nuevos procedimientos o métodos de trabajo: mono viejo no aprende maroma nueva. Pero un amigo de 54 años me reviró con la esperada referencia a Leonardo DaVinci (si, ese, el del Código, para mayores señas). En su ancianidad don Leonardo seguía ideando cosas revolucionarias para su época. ¡Desde luego!, le contestaría un joven de veinte años, pero si viviese Leonardo (no, no DiCaprio, el otro, el del Código) hubiese sido despedido de su empleo por no aceptar ordenes de sus superiores jerárquicos. ¿Pero que pasaría con sus mecenas de las cortes principescas? Esos eran sus clientes, no sus jefes. Si acaso, DaVinci hubiese gozado de buen éxito como freelance , o mínimo como couch de equipos de diseño gráfico, claro está, bien asesorado con una campaña publicitaria de por medio.
¿Qué nos queda por hacer entonces a los ancianos de cuarenta años? Tres cosas: comprar a plazos nuestra casa-remolque, rentar el DVD del Código DaVinci (para conocer la biografía del viejo ese, aunque ya se sabe que también se hizo la peli) y comenzar a escribir artículos (como el que ahora lee el lector), donde pongamos en su lugar a tanto joven engreído y soberbio que quiere arrebatarnos los puestos de empleos vacantes. ¡Duro contra ellos!
Y es que de muchacho, uno nunca actuó tan despiadado ni anduvo por la vida repartiendo tortazos. Y si uno persiguió viejitos en nuestro remasterizado Diario de la guerra del cerdo reload, fue porque en nuestros años mozos la gente mayor sí que no aprendía maroma nueva, ni estaba en condiciones para recibir órdenes de superiores jerárquicos, ni sabía nada de la vida, a diferencia de los maduros de ahora. Nosotros, los viejos cuarentones, aunque le pese a la chaviza, poblamos como masa mayoritaria este planeta tan percudido por tanta incomprensión y crueldad sin límites.
En esta década predomina la tendencia frívola a privilegiar la juventud por encima de la experiencia. Las agencias de publicidad ya no aceptan aspirantes que rebasen los treinta años. Los cuarentones estamos más a un paso de la jubilación que del prestigio profesional. En el mercado laboral, la primavera tiene más cartel que el congelante aunque reposado invierno, y una a una cana se le denuncia como si fuera una falta al reglamento de tránsito.
No exagero: ¿quiénes son los actuales santones de las tecnologías de la información y la comunicación? Expertos veinteañeros. ¿Quiénes son los expertos en marketing? Jóvenes de floreciente acné. ¿Quiénes son los arquitectos de prestigio? Artistas recién egresados del aula. ¿Quiénes son los cantantes famosos? Muchachos imberbes salidos de la tele. ¿Quiénes son las meseras de Hooters? Chicas descotadas y en patines. Cosa nada mal, por cierto.
Frente a este ejército que no rebasa, en promedio, el cuarto de siglo, se alza el cúmulo de viejos cacharros, cuya experiencia inútil no les sirve más que para aburrir nietos en las mesitas deStarbucks o para recorrer Puerto Vallarta en desvencijadas casas-remolque. Y eso sólo para gringos pensionados, una especie en ascenso creciente que se toma fotos en bermudas y juega voleibol playero.
Los remedios pueden ser variados y extremistas, moderados o radicales. En el Diario de la guerra del cerdo, Adolfo Bioy Casares imaginó en pleno Buenos Aires del siglo XX redadas de jóvenes a la caza de ancianos. Cuando veían a uno, lo golpeaban hasta el hartazgo. Bioy no precisa la edad de las víctimas pero podemos adivinarlo: cuarenta años.
Los chicos agresores se arrepienten a los pocos capítulos –es una narración de formato breve – y acabaron por tomar conciencia de lo inapropiado de sus actos: lo cual significa que dejaron de azotar viejos para adquirir otros hábitos menos mortíferos. Me pregunto qué hubiera pasado de ser la trama al revés: que fueran los ancianos quienes persiguieran a los jóvenes. De entrada no sería tanto una fantasía sino una realidad palpable: los viejos con dinero gustan de las muchachas en flor, y las mujeres entradas en carnes y arrugas a granel gustan probar esa variante de calamar con piernas que se llaman strippers.
El mundo está patas arriba y eso se refleja en el mercado de aspirantes a trabajos bien o mal remunerados. Se dice que los jóvenes profesionistas están en condiciones de aceptar sin rezongar órdenes de sus superiores jerárquicos; cosa que les cuesta mucho cumplir a los maduros. Pero si recuerdo bien, nunca salió ninguna película (ni siquiera en tono de comedia bufa) que tuviese por título: Viejos rebeldes sin causa. Si un árbol no le hubiera frenado a James Dean su desarrollo como persona, seguramente hubiese terminado sus días como un viejo actor del montón (que, por cierto, son ahora a quienes les sonríe el estrellato).
Lo mismo pasa cuando se dice que los hombres arriba de los cuarenta no asimilamos bien los nuevos procedimientos o métodos de trabajo: mono viejo no aprende maroma nueva. Pero un amigo de 54 años me reviró con la esperada referencia a Leonardo DaVinci (si, ese, el del Código, para mayores señas). En su ancianidad don Leonardo seguía ideando cosas revolucionarias para su época. ¡Desde luego!, le contestaría un joven de veinte años, pero si viviese Leonardo (no, no DiCaprio, el otro, el del Código) hubiese sido despedido de su empleo por no aceptar ordenes de sus superiores jerárquicos. ¿Pero que pasaría con sus mecenas de las cortes principescas? Esos eran sus clientes, no sus jefes. Si acaso, DaVinci hubiese gozado de buen éxito como freelance , o mínimo como couch de equipos de diseño gráfico, claro está, bien asesorado con una campaña publicitaria de por medio.
¿Qué nos queda por hacer entonces a los ancianos de cuarenta años? Tres cosas: comprar a plazos nuestra casa-remolque, rentar el DVD del Código DaVinci (para conocer la biografía del viejo ese, aunque ya se sabe que también se hizo la peli) y comenzar a escribir artículos (como el que ahora lee el lector), donde pongamos en su lugar a tanto joven engreído y soberbio que quiere arrebatarnos los puestos de empleos vacantes. ¡Duro contra ellos!
Y es que de muchacho, uno nunca actuó tan despiadado ni anduvo por la vida repartiendo tortazos. Y si uno persiguió viejitos en nuestro remasterizado Diario de la guerra del cerdo reload, fue porque en nuestros años mozos la gente mayor sí que no aprendía maroma nueva, ni estaba en condiciones para recibir órdenes de superiores jerárquicos, ni sabía nada de la vida, a diferencia de los maduros de ahora. Nosotros, los viejos cuarentones, aunque le pese a la chaviza, poblamos como masa mayoritaria este planeta tan percudido por tanta incomprensión y crueldad sin límites.
No hay comentarios:
Publicar un comentario