Habría que ver a aquellos jóvenes de la generación Nasdaq, los llamados weberos, montados en la cresta de la ola histórica, como surfistas en playa australiana. Gozaron su infancia en plena Tormenta del Desierto, con el primer Bush y ganaron su primera laptop mientras el otro Bush desangraba las mismas dunas de arena mediorientales. Pero a ellos les fue muy sin embargo, o sea, hello, porque uno no sabe dónde acaba la pantalla televisiva y empieza el xBox, o en cual portaviones decretaba un falso comandante el final de la guerra en Irak, y en cual otro torturaJack Bauer a un terrorista islámico cada 24, por razones de seguridad nacional.
Igual que el resto de las generaciones, los weberos hipotecaron a su nombre el mundo por un rato. Venían del más allá, eran modelo teen y su descanso frente a los monitores era su empleo. Autistas por voluntad propia, inventaban software como las vacas producen leches en los establos. Manejaban Idesign, con el gesto ceñido de artista del Tate. Nacieron freakers, estudiaronhackers y algunos se torcieron crackers. La apuesta iba bien; pero sólo al principio. Fueron la ilustración iPod de una melodía de Möby que se desplomó en Massive Attack. Uno que otro subió en su MP3 alguna rola de Los Ramones, pero nada serio, sólo por experimentar. Las salas de diseño eran sus dormitorios, los garages sus despachos, sus prendas una camiseta XXLarge, sus deptos un depósito de Domino´s Pizza, sus camas un spleeping-bag, sus chicas un artificio de su MSN, o del más anticuado correo electrónico, con citas románticas on demand y sincrónicas, por decir lo más. Eran la versión moderna de los jóvenes que criticaba Reagan: "actúan como Tarzán, se parecen a Jane y huelen a la mona Chita."
No había dinero en sus bolsillos pero el enriquecimiento personal (¿quién lo dudaba?) sería inmediato y sus programas, una fuente de ganancias y famas registrada en Technorati. No les urgía salir en videos de Youtube porque estaban atrás, manipulando sus protocolos. Cierto: el fracaso era su amante fiel, pero los quiebres de fortuna, en esta generación, era una rutina que viene y va, y que no afectaba demasiado. ¿Cómo abatirse con las derrotas si se estaba condenado al triunfo? Además, su secreto, contado entre ellos, era mudarse de empleo, de casa, de ciudad, de amigos y de responsabilidad: nada ni nadie, jefe, coordinador o couch, atravesaba algo más que su epidermis. Eran trabajadores, pero no comprometidos; eran esmerados, pero no entregados; eran dedicados, pero nunca darían su alma... en el remoto caso de que la tuvieran: "I didn´t mean to let them take a way my soul", les cantaba paternal Roger Waters.
Los weberos usaban sillas como extensión de sus piernas, y el teclado como ampliación de sus dedos, y sus extremidades como la parte cibernética que no necesitaba pilas ni enchufes eléctricos a dónde conectarse. Un día supieron que Bill Gates se pasó del lado obscuro, y condenó el open source como la plaga del siglo XXI. No tardó el padre de Microsoft en rectificar, y tejer alianzas con Linux y soltar millones para investigar la cura del Sida, pero fue inútil: los weberos le dieron la espalda y siguieron su camino (metáfora ridícula porque la generación WWW no se levanta para no distraer sus várices, ni camina para no cansarse).
Esta generación carece de gurúes, o de santones que no sean musicales, y el poder lo descansa en un ente abstracto de un millón de cabezas que se llama cibernauta y se acomodaba a la selección ad hoc del narrowcasting. Aunque una Méca sí que la tenían: se llamaba Silicon Valley, el profeta era el ejército de inversionistas que rodeaban la bahía de San Francisco, y se oraba para recibir el maná del capital-riesgo para programación y servicios digitales. Así nació una secta de la globalización que se llamó la Nueva Economía. Y a sus espaldas una constelación de oficiantes, sumos sacerdotes de traje Armani, corbatas Hugo Boss, reloj Cartier y verbo florido: fueron los agoreros delmarketing, los administradores del viático: la Santa Publicidad, y promotores de productos multimedia. A ellos se vendieron los weberos, al contado o a plazos. Y dicen que no es cierto...
Un día ocurrió el estallido de la burbuja puntocom, otro día fue el declive de la economía estadounidense, otro fue la voracidad de las compañías trasnacionales como Wal-Mart que presionó a quebrar los pequeños comercios. Algo ocurrió en el mundo, que ya no apuntaba a ser única proyección de Silicon Valley. La desconfianza de los inversionistas en la Web 1.0, dio paso a la Web 2.0 y, antes de que los exegetas relevaran el críptico logaritmo, las bolsas de valores decretaron que este año 2008 sería la última frontera para evaluar si los proyectos de negocios eran redituables: la generación webera se encogió de hombros y supuso que un virus no detectado por Firefox se colaba en sus sueños. A lo mejor, después de todo, el triunfo no los tocaría con su dedo y el fracaso había llegado para quedarse a vivir con ellos.
Ahora, el rey del mundo es la generación de la biotecnología y su Meca pasó de Silicon Valley a Boston. La biblia ya no es la Nueva Economía sino la Ingeniería Genética. No sólo se modifican y transfieren programas sino genes de un organismo a otro. Genoma humano es el nombre del juego. Los inversionistas dejan San Francisco y vuelan a Massachusetts en busca de los nuevos santones: Millennium Pharmaceuticals y Biogen Idec. Hemos pasado de la celebración del chip a la entronización del ADN. Y las TIC son, a no dudarlo, epifenómenos del mercado. ¡Bienvenidos, pues chicos de la WWW, a los estragos de la dura y cruel realidad! ¿Les duele mucho terminar repartiendo pizzas? ¿O acaso la vida no es así de simple y esquemática?
Pues no: difícil es defender científicamente los cortes generacionales, así como suponer que un grupo de jóvenes, cabizbajos y autosuficientes, han hallado, a fin de cuentas, la piedra filosofal en formato digital. Siempre tendrás a la mano una pistola, si te llamas Kurt Cobain o te gusta Nirvana o andas con los pantalones deshilachados como chavo ambicioso pero despistado en Seattle. El futuro, que suele ser agridulce, vendrá después de un largo dolor y paciencia marcial. Y nos llega cuando ya no importa. Y nos llega ya de viejos con diálisis y bolsa ascética conectada al vientre. Y no con el éxito asegurado como un click típico de película de Adam Sandler. En plan de moraleja antipática quedan aquellas líneas de Gil de Biedma: "Que la vida iba en serio, eso lo comprendí más tarde…”
Igual que el resto de las generaciones, los weberos hipotecaron a su nombre el mundo por un rato. Venían del más allá, eran modelo teen y su descanso frente a los monitores era su empleo. Autistas por voluntad propia, inventaban software como las vacas producen leches en los establos. Manejaban Idesign, con el gesto ceñido de artista del Tate. Nacieron freakers, estudiaronhackers y algunos se torcieron crackers. La apuesta iba bien; pero sólo al principio. Fueron la ilustración iPod de una melodía de Möby que se desplomó en Massive Attack. Uno que otro subió en su MP3 alguna rola de Los Ramones, pero nada serio, sólo por experimentar. Las salas de diseño eran sus dormitorios, los garages sus despachos, sus prendas una camiseta XXLarge, sus deptos un depósito de Domino´s Pizza, sus camas un spleeping-bag, sus chicas un artificio de su MSN, o del más anticuado correo electrónico, con citas románticas on demand y sincrónicas, por decir lo más. Eran la versión moderna de los jóvenes que criticaba Reagan: "actúan como Tarzán, se parecen a Jane y huelen a la mona Chita."
No había dinero en sus bolsillos pero el enriquecimiento personal (¿quién lo dudaba?) sería inmediato y sus programas, una fuente de ganancias y famas registrada en Technorati. No les urgía salir en videos de Youtube porque estaban atrás, manipulando sus protocolos. Cierto: el fracaso era su amante fiel, pero los quiebres de fortuna, en esta generación, era una rutina que viene y va, y que no afectaba demasiado. ¿Cómo abatirse con las derrotas si se estaba condenado al triunfo? Además, su secreto, contado entre ellos, era mudarse de empleo, de casa, de ciudad, de amigos y de responsabilidad: nada ni nadie, jefe, coordinador o couch, atravesaba algo más que su epidermis. Eran trabajadores, pero no comprometidos; eran esmerados, pero no entregados; eran dedicados, pero nunca darían su alma... en el remoto caso de que la tuvieran: "I didn´t mean to let them take a way my soul", les cantaba paternal Roger Waters.
Los weberos usaban sillas como extensión de sus piernas, y el teclado como ampliación de sus dedos, y sus extremidades como la parte cibernética que no necesitaba pilas ni enchufes eléctricos a dónde conectarse. Un día supieron que Bill Gates se pasó del lado obscuro, y condenó el open source como la plaga del siglo XXI. No tardó el padre de Microsoft en rectificar, y tejer alianzas con Linux y soltar millones para investigar la cura del Sida, pero fue inútil: los weberos le dieron la espalda y siguieron su camino (metáfora ridícula porque la generación WWW no se levanta para no distraer sus várices, ni camina para no cansarse).
Esta generación carece de gurúes, o de santones que no sean musicales, y el poder lo descansa en un ente abstracto de un millón de cabezas que se llama cibernauta y se acomodaba a la selección ad hoc del narrowcasting. Aunque una Méca sí que la tenían: se llamaba Silicon Valley, el profeta era el ejército de inversionistas que rodeaban la bahía de San Francisco, y se oraba para recibir el maná del capital-riesgo para programación y servicios digitales. Así nació una secta de la globalización que se llamó la Nueva Economía. Y a sus espaldas una constelación de oficiantes, sumos sacerdotes de traje Armani, corbatas Hugo Boss, reloj Cartier y verbo florido: fueron los agoreros delmarketing, los administradores del viático: la Santa Publicidad, y promotores de productos multimedia. A ellos se vendieron los weberos, al contado o a plazos. Y dicen que no es cierto...
Un día ocurrió el estallido de la burbuja puntocom, otro día fue el declive de la economía estadounidense, otro fue la voracidad de las compañías trasnacionales como Wal-Mart que presionó a quebrar los pequeños comercios. Algo ocurrió en el mundo, que ya no apuntaba a ser única proyección de Silicon Valley. La desconfianza de los inversionistas en la Web 1.0, dio paso a la Web 2.0 y, antes de que los exegetas relevaran el críptico logaritmo, las bolsas de valores decretaron que este año 2008 sería la última frontera para evaluar si los proyectos de negocios eran redituables: la generación webera se encogió de hombros y supuso que un virus no detectado por Firefox se colaba en sus sueños. A lo mejor, después de todo, el triunfo no los tocaría con su dedo y el fracaso había llegado para quedarse a vivir con ellos.
Ahora, el rey del mundo es la generación de la biotecnología y su Meca pasó de Silicon Valley a Boston. La biblia ya no es la Nueva Economía sino la Ingeniería Genética. No sólo se modifican y transfieren programas sino genes de un organismo a otro. Genoma humano es el nombre del juego. Los inversionistas dejan San Francisco y vuelan a Massachusetts en busca de los nuevos santones: Millennium Pharmaceuticals y Biogen Idec. Hemos pasado de la celebración del chip a la entronización del ADN. Y las TIC son, a no dudarlo, epifenómenos del mercado. ¡Bienvenidos, pues chicos de la WWW, a los estragos de la dura y cruel realidad! ¿Les duele mucho terminar repartiendo pizzas? ¿O acaso la vida no es así de simple y esquemática?
Pues no: difícil es defender científicamente los cortes generacionales, así como suponer que un grupo de jóvenes, cabizbajos y autosuficientes, han hallado, a fin de cuentas, la piedra filosofal en formato digital. Siempre tendrás a la mano una pistola, si te llamas Kurt Cobain o te gusta Nirvana o andas con los pantalones deshilachados como chavo ambicioso pero despistado en Seattle. El futuro, que suele ser agridulce, vendrá después de un largo dolor y paciencia marcial. Y nos llega cuando ya no importa. Y nos llega ya de viejos con diálisis y bolsa ascética conectada al vientre. Y no con el éxito asegurado como un click típico de película de Adam Sandler. En plan de moraleja antipática quedan aquellas líneas de Gil de Biedma: "Que la vida iba en serio, eso lo comprendí más tarde…”
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