Me lo contó años después la esposa agraviada: cubrí
con imaginación las lagunas de la historia. Su propio marido solía decirle que
en cualquier relación de pareja compiten a muerte el “soberano deleite” (el
amor) y el “negro inquilino” (la locura). La primera es una frase popular en
España; la segunda lo es en Francia. Por lo general gana ésta última, como en
el siguiente caso.
Se citan a media tarde en el motel Aquitania, a las afueras
de la ciudad. Él le fija un plazo de salida antes de las 9 de la noche: tiene
que conducir su programa nocturno de noticias; pocas veces ha faltado en 34 años a su cita frente a las cámaras. Ella le dice que no lo convocó para
acostarse con él. ¿Entonces? ¿Por qué tanta alarma y para qué verse en el
cuarto de un motel? “Quiero que grabes un videomensaje para mi madre, le
confieses nuestra relación y le reveles que estás enamorado de mí”.
Él extingue los últimas rescoldos de su deseo sexual y cae
en la cuenta del aprieto en el que se ha metido. Se quita como ella la ropa y
la deja sobre una silla. “¿No te parece algo prematuro, princesita? Eres muy
joven y yo muy viejo”. Pero es como hablarle al colchón, como hacer razonar al
jacuzzi. “¿Prematuro después de diez meses? Te amo aunque me lleves cuarenta
años. Hace una semana dejé a mi último pretendiente. No puedo tener dos amantes
a la vez. Quiero ser sólo tuya”. Obcecada. Necia. Y liviana en los dos
sentidos. Saca ella su iPhone y él: “espera, no te alteres, vas a matar a tu
madre de un disgusto”.
Ella lo sienta en el colchón. Le acomoda los cabellos ralos.
Le dicta como si fuera su floor manager
qué decir y en qué tono hacerlo para su esposa: “Te quise, aún antes de que nos
casáramos, desde que tenías marido y yo ya era un viejo divorciado. Por eso las
llevé a vivir conmigo a ti y a tu hija. Pero el corazón tiene sus razones que
la razón no entiende. Y voy a dejarte por ella”. Él le arrebata de un manotazo
el iPhone y borra la grabación del videomensaje:“¿Quieres que reconozco ante mi
esposa que me acuesto con su hija desde hace meses? ¿Vas a grabar el
videomensaje y enviárselo ahora mismo a tu madre?”.
Ella se carcajea como una loca. Exige que le regrese su iPhone. Luego comienza a llorar. “Comprendo tu desesperación” dice él
apaciguándola: “Pero no es el momento adecuado. Llevo días vigilado por
desconocidos. Me han seguido diariamente camionetas negras al estudio de
televisión. Saben que soy una figura pública. De seguro quieren darme levantón. No puedo concentrarme en esto. Dejémoslo para después”. Se abrazan con fuerza, renace en ellos el morbo dormido.
Pasan minutos antes de que ella lo siente de nuevo en el
colchón: “Vas a grabarlo ahora. Te prometo que guardaré el videomensaje el
tiempo que juntos acordemos. Pero hazlo sin demora. Repite conmigo: “Te quise,
aún antes de que nos casáramos, desde que tenías marido y yo ya era un viejo
divorciado”. Él la frena como lo haría con su floor manager en televisión: “¡No puedo hacerlo! ¡No voy a
reconocer que soy un viejo sólo por darte gusto!”. Ella entiende que está
ganando tiempo, pone pausa a la grabación: “Pues no digas esa parte y listo. Lo
hago para facilitarte las cosas. Para que no tengas que ver la cara de mi madre
cuando se lo confieses. Repítelo, por ésta vez será sólo un ensayo”.
Los interrumpe un estruendo de motores. Él se asoma por la
ventana: camionetas negras, con estrobos, rodean el cuarto, se estacionan frente al portón, tras los cristales una siluetas empuñan armas largas en
la penumbra del exterior. Ella marca por teléfono a recepción: nadie contesta
del otro lado de la línea. “Vienen por mí” susurra él. Se sabe aislado; está
rodeado. Ella lo apremia: “anda, comencemos el videomensaje, te quise, aún antes de que nos
casáramos, desde que tenías marido y yo ya era un viejo divorciado”. El miedo
lo obliga a hablar como un autómata frente al iPhone. Lo graba ella y no tiene
reversa. Él la invita a sentarse al lado suyo: “Nuestra relación es como un
duelo entre el soberano deleite (el amor) y el negro inquilino (la locura). Uno
de los dos bandos ganará. O más bien ya ganó el negro inquilino”. Se resigna a ser
secuestrado.
No termina la frase cuando desde afuera abren a cachazos el
portón. Fuerzan la cerradura de la puerta. Él intenta esconderse. Ella, en
cambio, se queda estoica de pié. Entran dos hombres armados que le disparan a
él y la levantan de bruces a ella: “¿pensabas que te librarías tan fácil de mí,
verdad nena? Voy a matarte como a este viejo”. Él finge caer inerte, muerto, al lado del
jacuzzi.
Deja pasar quince minutos. Se levanta y recoge de la cama el iPhone de su amante. Llama con él a su esposa. Cuelga antes de que le conteste.
Destruye el iPhone, arroja los restos al toilet y espera otra media hora. Vuelve
a llamar a su esposa: “Cariño, hace una hora me marcó tu hija. Me dijo que querían
secuestrarla. ¿Cómo dices? ¿Que tú también recibiste una llamada de su iPhone? ¿No te contestó?
Pidió que viniera por ella al hotel Aquitania. No había nadie en recepción. En
un cuarto hallé su bolsa y ropa suya. Presiento lo peor”.
Él se viste nervioso: camisa y pantalón. Espera impaciente el arribo de su esposa. Lo desconcierta la meditada frialdad de ella. O posiblemente fingía No sabrá que su
amante, obcecada, necia, liviana, habría alcanzado a enviar el videomensaje a su
madre. Minutos más tarde, todavía sólo, en el cuarto, comprendió lo peor. Antes
de terminar de repetirse a sí mismo: “… pero el corazón tiene sus razones que la
razón no entiende. Y voy a dejarte por ella”, ya es tarde, las patrullas de la policía rodean el cuarto del motel. Sabe que vienen por él. El negro inquilino le ha
ganado la partida al soberano deleite.
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