Fue el
mejor reportero de su época. Fue el peor periodista de su generación. Fue el
pionero de las noticias de televisión. Fue el más impopular comentarista televisivo. Fue la
pluma más mordaz. Fue la pluma más vendida. Fue un cosmopolita declarado. Fue
un provinciano redomado. Fue un exquisito. Fue un salvaje. Popularizó la frase
“Dios mediante”. Pero no tenía Dios. Ni Diablo. Ni santos. Fundó la columna
política en México pero institucionalizó con ella el vil chayote. Se llamó
Carlos Denegri y hace décadas cayó muerto a tiros, frente a un crucifijo
colgado en la pared.
En 1981
escuché mencionar casi una alabanza suya por boca de mi tío Even Garza
Mascorro: “el estilo de Denegri de herir y alabar en partes iguales, daba
miedo”. Hace poco leí otro epitafio menos laudatorio por parte de Julio Scherer:
“Denegri no daba miedo, daba asco”. Entre el miedo y el asco, la lástima. Y es
que en vida, Denegri no cultivaba clemencia. Pero ya muerto nadie le tributó
compasión. Había nacido en Texcoco, en 1910, vivido en Europa donde su padre
Ramón P. Denegri era embajador, e incursionó desde joven en el periodismo, a
partir de 1938.
Su muerte el
1 de enero de 1970 fue tan paradójica, que a costa de repetir los hechos como
una letanía de infamias sucesivas, acabamos por compadecer a quien le disparó a
quemarropa y por detestar a la víctima que murió instantáneamente. Nadie se
merece morir así, pero hay muertes que suscitan sosiegos colectivos. Y la de
Carlos Denegri fue una de esas. Buscó, de la peor manera posible, esa pasión
por lo imposible, que decía Lamartine sobre Victor Hugo y que simbolizaba
Denegri con su diario arribo a Excélsior
a las tres en punto de la madrugada, para revisar comas y acentos de sus
columnas.
Antes de
conocer la biografía de Denegri, conocí su personaje. El cronista Salvador Novo
– “Nalgador Sobo” le decían los malquerientes—tan ruin como él pero más esteta,
lo dibujó de cuerpo entero en su obra de teatro “Ocho columnas”. No es uno de
lo mejores textos de Novo, pero sin decir su nombre, se entendía a las claras
en quién se inspiró para crear al personaje principal, un periodista tan
excelso como corrupto, que celebraba sus cumpleaños con un baile suntuoso a
donde asistía el gabinete presidencial en turno. ¿Envidia de Novo? Sin duda alguna:
ambos maestros de la prensa elevaron a la altura del arte literario la crónica
como género periodística, y en su tiempo compitieron por la celebridad. Ganó
Denegri en términos monetarios –fue un hombre inmensamente rico – pero lo
superó Novo en términos de trascendencia – se volvió una leyenda entre los
Contemporáneos. Lo cierto es que si Novo destacó en la crónica de sociales,
Denegri descolló en la crónica política y en el reportaje.
En su
despacho de Reforma 456, Denegri guardaba tres tarjeteros como fuente de sus
columnas. En el primero anotaba a los políticos de los que siempre hablaba; en
el segundo a quienes nunca se refería y en el tercero a los que eventualmente
mencionaba. Un colaborador le sugirió colorear los nombres de cada tarjetero. “No”
protestó: “porque los que están en una categoría puedo ponerlas luego en otra,
según el pago que me suelten”.
El nombre
de una de sus dos columnas en Excélsior
era la proyección mental de Denegri: “Arsénico”. Y más que proyección mental,
lo fue emocional: era una bilis disfrazada de sarcasmo. Uno de sus libros lo
tituló “29 estados de ánimo”, pero en realidad experimentó en su vida un solo
estado: la insensibilidad. Dominaba nueve idiomas, igual que dominó a la clase
política nacional, igual que dominó su máquina de escribir, igual que dominó a
cuanta mujer se le paraba enfrente. Le gustaba someter. Flagelar. Torturar. Y
lucrar. Aprendió a doblegar a golpes de palabras; a lastimar a puños las almas
femeninas; a patear tanates poderosos. Sus calumnias fueron un reguero de
tinta; su muerte fue un reguero de sangre. Dicen que su cuerpo rociado de loción,
untado de cremas y pomadas caras, destilaba un tufillo a suciedad moral. Muy
lucrativa por otro lado.
Su última mujer,
20 años menor, había sido una mujer independiente en una época cuando la
autonomía femenina –sinónimo entonces de liviandad-- era pábilo y cera para los
chismes y la desaprobación de la “gente bien”. Con todo, la esposa de Denegri
practicó tres extravagancias impensables en aquellos días: se había divorciado
de su primer marido, luego había huido de los flirteos de su acosador Carlos
Denegri (desde México hasta Saltillo). Finalmente, obligada a casarse con él y
cansada de sus malos tratos –solía golpearla e insultarla cuando estaba
borracho-- lo mató por la espalda, de un balazo en la cabeza, en el dormitorio
de su casa, en la madrugada de Año Nuevo y bajo un crucifijo de madera. Un
joven Miguel Ángel Granados Chapa reaccionó a su muerte con la frase esperada: “¿Ya
lo mataron?”
A la mujer
de Denegri le acomoda bien el consejo que le dio Marisa Paredes a su hija
Victoria Abril cuando se enteró que ésta última había asesinado a su marido en
la película de Almodóvar, Tacones Lejanos:
“Más vale que busques otros remedios para resolver tus conflictos familiares”.
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