Una generación pasada
de padres de familia se enamoraron acurrucados en la hamaca musical de Serge
Gainsbourg y cantando “Je t’aime… moi non plus”. Una nueva generación de
Internautas se enamoran en el colchón digital de Mark Zuckerberg y escribiendo
en Facebook. Ambas generaciones coinciden en el titulo de aquella famosa
canción francesa que define las relaciones de parejas líquidas y que por
primera vez escuché hace más de 20 años, por recomendación de Javier Noyola
Fuentes (fallecido ayer y esposo en aquel entonces de Susana Valdés Levy): “Yo
te amo… yo tampoco”.
Buscar pareja
sentimental por Internet es moda reciente y extendida entre regiomontanas. Como
todo, tiene sus bemoles. Paga uno por ver como en el póquer. Y la enamorada
puede recibir gato por liebre: no se puede estar exento de sorpresas. Lo que
aparece en una red social puede no serlo en realidad. Lo real lo mata, o lo
envilece, o lo reduce al mínimo estético y eso cala en el enamorado internauta.
Cara a cara con el prospecto puede caerse el velo virtual y quedar expuesto el
saco de carne y hueso. Esto porque las relaciones humanas prenden o se
extinguen a partir del tacto, el cruce de miradas, latidos cercanos que no
registran los monitores, o los mails, o Twitter.
Por eso las
tradicionales amas de casa de Monterrey suelen despreciar los sitios web para
buscar pareja: alejan a sus hijas del maleficio posmoderno. La buena ama de
casa, cuya única educación sentimental la aprendió en las telenovelas, se
emociona (así lo dice) con el tacto, yema de los dedos en la espalda, lengua
explorando el punto G. Y sólo si lo practica con su marido. A la antigüita
pues. La epidermis es su fuente de placer. La sensualidad, opinará ella, no
navega por los bytes, o por la nube, o por iTunes. Pero se equivoca.
Un sitio web para
buscar pareja no es una cita; es apenas una deliberada coincidencia; especie de
amigo cibernético que te prepara un “blind
date”. En ésta pre-cita la
dosis de expectativa es similar a la de una pre-cita convencional. Desconocemos
bien a bien quien es la persona que nos aguarda; quién estará frente a
nosotros. La “escaneamos” con la misma ansiedad con que nuestros abuelos
revisaron a la abuela, o a aquellas que pudieron fungir (pero no se dio) como
abuelas nuestras. Contamos, sí, con referencias, rasgos generales, una o dos
fotos, certificados verbales de buena conducta. Pero seguirá por fuerza un
segundo acto: cuando la seducción se despliegue. A la larga o a la corta, uno
acaba por volver a lo clásico: al Libro del Buen Amor.
¿Y qué pasa con
los que se casan en Internet sin verse nunca en persona? Son los exóticos
apresurados que hacen de las pre-citas una pedida de mano formal. En los
albores de Internet en esas páginas web se apuntaban discretamente los
buscadores de pareja que excluía el circuito ordinario de relaciones amorosas.
Un darwinismo del amor: la ley del más fuerte. Quienes buscaban pareja en los
años noventa por la vía virtual eran acomplejados, lisiados, tímidos, pobres de
solemnidad e inválidos mentales. Y en la mayoría de casos, así pasaba
realmente.
El concepto, como
todo en las redes sociales, evolucionó para bien. Quedó el prejuicio de ciertas
muchachas: si mis amigas me ven en Internet buscando novio me verán como
acomplejada, lisiada, tímida, pobre de solemnidad e inválida mental. El hecho
rebasado se convirtió en simple prejuicio de algunas “quedadas”. Fue un avance
corto pero significativo. No era bien visto publicitar las razones del corazón
en el ciberespacio. Pero las formas de las relaciones amorosas se transformaron.
Cada vez son más las relaciones sentimentales que nacen y se reproducen en
Internet. Los sitios web para buscar pareja dejaron de ser tabú. Cierto: en las
redes sociales es factible ocultarse tras otra identidad, inventarse un
pseudónimo, un currículum distinto, otra personalidad.
Sin embargo,
también así pasa con frecuencia en la vida real. Más en los flirteos amorosos:
la seducción nos modifica el gesto y los ademanes. Nos disfrazamos de otra
persona. Dejamos de ser auténticos sin dejar de ser nosotros. Es la magia del
amor. La alquimia de Cupido. Ante el ser a conquistar nos volvemos nobles,
tolerantes, simpáticos y magnánimos. Unos con más acierto que otros. El engaño
amoroso en pleno. Y es igualmente válido tanto en Internet como en la seducción
en vivo: no ser quienes somos, sin dejar de ser auténticos. La gran paradoja
sentimental del siglo XXI se reduce en el título de la canción que hace más 20
años me recomendó Javier Noyola Fuentes: “Je t’aime… moi non plus”.
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