Le prometí que algún día iría a
verla a Knickerbocker Avenue, en Bushwick y nos tomaríamos juntos una botella
entera de Moët. Como programadora es buena, como narradora mucho mejor, pero su
ambición de notoriedad, que bien puede resumirse en la palabra ego, le resta
paciencia para configurar algoritmos, diseñar software o escribir una novela
más o menos decente de largo aliento. Es bajita como un gnomo, morena como la
corteza de un roble y usa un piercing en la ceja izquierda, como todas las
chicas emo portorriqueñas que se creen literatas y viven en los barrios latinos
de Brooklyn.
Hace meses me contó por Facebook
su idea: crear un data center con los textos digitalizados de las más de cien
narraciones de vaqueros que publicó el popular Louis L´Amour, novelista
preferido de Ronald Reagan. Usaría un algoritmo para combinar los párrafos,
homologar los nombres de los personajes, sustituir capítulos por secuencias y
formar finalmente una obra hipertextual, que conforme una novela gigantesca,
compuesta por miles de páginas hilvanadas sobre el Viejo Oeste.
La propuesta, más tecnológica que
literaria, me atrajo desde el primer momento, pero le sugerí una corrección
inspirada en mi vena tan sentimental como declaradamente cursi: ¿por qué no
sustituir a Louis L´Amour por Corín Tellado? La autora asturiana de novelitas
rosas era tan prolífica como el autor gringo, ambos fueron una industria bien
remunerada para maquilar historias al mayoreo, pero doña Corín terminó su maratón
creativo con más de dos mil novelas publicadas sobre las aventuras y
desventuras del amor (a razón de una por semana), hasta que se murió de un
derrame cerebral, con el récord adicional de que casi todas acababan en
matrimonio o al menos con un anillo de compromiso en el dedo correspondiente de
la protagonista.
Mi amiga de Bushwick cayó rendida
ante mi sugerencia y yo me comprometí a juntar todas los ejemplares viejos de
la revista Vanidades para escanear la sección que ocupaban las novelitas de
Tellado. No le envié cuanto antes el resultado de mi trabajo, no por
incapacidad sino porque me topé con un dato que torció la ruta original de
nuestro plan: en su vida secreta como erotómana clandestina, la cándida
ancianita Corín Tellado escribió bajo seudónimo 26 novelitas eróticas
publicadas por la editorial Bruguera, supuestamente traducidas de un autor
inglés desconocido, con un contenido sexual tan subido de tono que ruborizaría
al vaquero más plantado de Louis L´Amour.
Con ese material casi inédito, mi
amiga se daría gusto armando su dichoso
algoritmo. Imaginé su pearcing tintineando en el repliegue de su ceño,
mientras leía mis comentarios en la página de Facebook. Cerramos el trato con
la promesa de que celebraríamos con Moët en una banca frente al Puente de
Brooklyn, la venta del algoritmo erótico-literario a alguna editorial digital,
bajo el formato de modelo para armar: ¡compre el software de Corín Tellado y
escoja de 26 opciones distintas el principio, el final y hasta las posiciones
sexuales de los protagonistas!
Pero uno propone y el destino
dispone. Ayer aterricé por fin en el Aeropuerto LaGuardia de Nueva York y mi
amiga no se esperó a que llegara a su departamento de Knickerbocker Avenue, en
Bushwick para decirme que nos habían ganado la partida. Me quedé atónito con el
Iphone en la oreja. El año pasado un joven autor, de nombre Q. R. Maekham, ganó
un premio literario por su novela de espionaje “Assassin of Secrets”. Apenas se
volvía el exitoso libro un “best seller”, cuando en un foro sobre James Bond,
en Internet, se descubrió que Maekham había copiado por entero un pasaje de la
última novela de John Gardner, el continuador oficial de la saga del 007 que
creó Ian Fleming.
Luego se comprobó que el tal Q. R.
Maekham no era más que el seudónimo de Quintin Rowan, un novelista frustrado de
escasos 30 años que había combinado mediante un algoritmo propio, no una sino
cientos de novelas de espionaje, sin añadir más que el cambio de nombres de sus
personajes y ajustar una línea por aquí y otra por allá. Nada le importó a mi
amiga que el pobre Quintin tuviera que sufrir una costosa demanda legal,
regresara el anticipo de 50 mil dólares que le había otorgado su editorial y
que fuese empujado a ocultarse con la cola entre las patas en Seattle junto con
sus apenados padres.
Lo que a mi amiga le dolía hasta
el alma es que este cruce tecnológico de historias de espionaje (una obra
maestra si su genial autor hubiese al menos reconocido que era un homenaje y no
un plagio) era el algoritmo que ella configuró por meses con los pasajes
cachondos de la más grande escritora de novelitas rosas de todos los tiempos.
Por eso apenas me aceptó celebrar con una botella de Moët mi vista a Bushwick,
sentados en una banca pública en Pier 17, frente al puente de Brooklyn, y bajo
una luna redonda y nebulosa.
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