En una de las sesiones del seminario “Cómo los
Medios Sociales Mapean la Realidad Social” (Nueva Orleans, 19/1/2013) a donde
asistí por videoconferencia, me encontré con una revelación sorprendente,
basada en las conclusiones de una investigación de la Universidad de Kansas que
se expuso ante más de 3 mil científicos: las redes sociales pueden afectar las
relaciones de pareja.
Y no me refiero al típico caso de la novia
etiquetada por un tercero en Facebook en una foto comprometedora; ni al marido
friki que evita convivir con su esposa por fijar su tendencia obsesiva-compulsiva
en el trendig-topic del día en Twitter (en ocasiones esta afición puede incluso
salvar la relación fracturada por los roces directos).
Los efectos a los que me refiero son más sutiles,
más finos, casi imperceptibles, pero a la larga tan devastadores como un engaño
descubierto “in fraganti” en el tálamo nupcial, en un antro supuestamente
solitario de Centrito Valle, o bajo el escritorio de la secretaria del marido.
El punto es que si un miembro de la pareja
comparte públicamente información personal de más en Facebook, o en general en
las redes sociales, el otro miembro suele sentirse vulnerado y en riesgo, como
para mantener el mismo grado de intimidad que tenía previamente con el “exhibicionista”.
Y ojo: no me refiero a que el novio revele en Twitter intimidades de su relación,
sino que basta con que éste de a conocer profusos datos exclusivos suyos, para
que la novia caiga más temprano que tarde en un recelo distanciador.
Lo más irónico es que si el mismo novio
supuestamente indiscreto comenta esta información exclusiva a su círculo de
amistades fuera de Internet, es decir offline, se fortalecerá la relación
sentimental con su pareja. ¿Por qué estos efectos tan notoriamente opuestos
entre el mundo online y el mundo offline? La explicación es simple: los seres
humanos tenemos un instinto controlador y nos gusta administrar celosamente lo
que nos acontece en lo personal.
De manera que nos sentimos más seguros y hasta
reforzados gregariamente si convivimos con un grupo bien acotado de amigos
cercanos, y más inseguros si interactuamos con un grupo difuso en línea, como
nos pasa cuando nos relacionamos en Facebook.
Claro está que cualquiera de estos amigos en el
mundo “real” puede luego contar lo que nos escuchó decir en nuestro círculo de
amistades cerrado, por lo que la seguridad personal es una malla frágil y fácil
de romper.
Pero la sensación de protección, aunque sea
ficticia, es lo que vale en estos casos. Y si nuestra pareja se excede en sus
auto-revelaciones en las redes sociales, crece el miedo de que después pueda
revelar algo más íntimo que sí nos atañe y que nos disgustaría que fuese
divulgado. En el fondo, no le tememos a lo que dice, sino a lo que podría
decir; no a lo que sucede, sino a lo que podría suceder.
Temor es el nombre del juego: es el miedo a lo
que la pareja podría confesar en Facebook, Twitter, blogs o cualquier otro
medio de comunicación virtual, “desnudándonos” en línea, lo que lesiona la
relación y acaba por socavarla. Alguien que habla demasiado de sí mismo en la
red, y que por no callarse rebasa nuestro afán de control, reduce el libido y
el enamoramiento.
La ciencia cognitiva y la
neurociencia tienen mucho que decir sobre este tema aparentemente trivial, pero
que toca las fibras más sensibles de los seres humanos. De manera que en buen
español y sin necesidad de tanta parafernalia científica, cuando se es usuario
web hay que pensarlo dos veces antes de abrir la boca. O de plano resignarse a
los enfados de la fiera.
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