Busco la película de cine en la
web, reviso sala y horario antes de seleccionar los asientos en el croquis y
transcribo los datos de mi tarjeta de crédito: tengo cubiertas las
reservaciones del gran estreno sin moverme de casa. ¿Viajo mañana por avión?
Entro al portal de la aerolínea, pago virtualmente e imprimo el pase de abordar
desde mi oficina. Liquido los servicios de luz, cable, predial, tenencia –espero
que pronto ya no– en mi Ipad desde mi banca en línea y guardo cada recibo en el
Dropbox. El plástico sustituyó al dinero; los bytes sustituyen al plástico: el
dinero tangible se desvanece en el aire.
Mis hábitos de consumo en la red virtual se han
vuelto irónicamente sedentarios, automáticos; un acto-reflejo. Casi cualquier
comercio personal mío es E-commerce. Todo tiempo futuro (si es digital) será
mejor: añoro el porvenir; padezco nostalgia del mañana.
Tengo meses de no comprar un libro físico: los
adquiero en Amazon, en la sección de libros electrónicos de la Gandhi; los leo
desde mi Kindle. Escribo para varios periódicos como Los Tubos que aparecen sólo
on-line. Ninguno de ellos se imprime, pero fijan tendencia indiscutible en mi
localidad. Y sin rubor hipócrita reconozco no recordar la última mañana que
tuve un ejemplar de “El Norte” manchándome los dedos.
Escritores como Mario Vargas Llosa y Fernando
Savater sostienen que estos nuevos hábitos y paradigmas no auguran nada bueno.
Defienden las ventajas de palpar objetos materiales como en sus años mozos: álbumes
de fotos amarillentas no almacenadas en Instagram, mensajes escritos no en
postales sino en post de Facebook. No les rebatiré a estos intelectuales
de prosapia que los bytes protegen mejor que las hojas impresas el medio
ambiente: pero si admito que creo en la ecología de la naturaleza tanto como en
la ecología de las redes sociales; ambas me inspiran una placentera sensación
de libertad.
Hace días a mi sobrino le
dieron como tarea escolar leer un cuento. Le sugerí “El Libro de Arena” de
Jorge Luis Borges. Entre bostezos suyos le mencioné ese tomo antiguo con hojas
infinitas, temas interminables, capítulos eternos. No esperó el fin de la
lectura para revelarme el misterio que devanó el cerebro del atribulado
protagonista: “Fácil tío, el libro de arena era un Ipad”. No pude menos que
darle la razón.
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