06 marzo 2015

La salsa secreta que no probamos en México

El éxito de Silicon Valley se basa en una secret sauce. ¿En qué consiste esa salsa secreta? No lo sabemos. Ninguno de los jóvenes emprendedores de esa constelación de empresas tecnológicas y digitales de alto rendimiento nos lo dirá, pero funciona. Es como un ingrediente misterioso, un umami que potencia el sabor de los platillos de alta cocina, pero que no habrá chef prestigioso que se atreva a revelarlo.  

O como el algoritmo de Google, piedra filosofal que pocos conocen. Yo compré el reciente libro de Eric Schmidt, ex presidente ejecutivo de esa compañía de ensueño, titulado “How Google Works”, esperando que el autor me soltara prenda. Pero no: es más fácil obligar a bañarse a un hacker de Silicon Valley – que suelen andar en short, chanclas y rodando en skateboard – que descubrir el secreto de programación del mayor motor de búsqueda de contenido de Internet.

Quizá el secret souce resida en Stanford, la universidad de Palo Blanco, California, y en especial en el Stanford Technology Ventures, nacida para impulsar startups innovadoras, mediante un modelo de negocio que ni por asomo existe en México. En esta incubadora de altos vuelos se confunden empresarios con artistas, intelectuales y tecnólogos; una diversidad de razas, culturas y lenguaje que forman un ecosistema único; oficios y saberes mezclados que en nuestro país sería imposible, tan ubicados como están los gremios mexicanos en sus respectivas parcelas y divisiones departamentales.

En Silicon Valley abundan los seed venture capitalist, inversionistas de capital semilla interesados en patrocinar startups bajo reglas claras y principios nada filantrópicos: se trata de que todos los involucrados ganen dinero al cabo de un año (plazo que se impone a cualquier desarrollador de proyecto). Los business angel de Silicon Valley son cualquier cosa menos unos ángeles: esperan el retorno de capital que invirtieron en la primeras fase del startup del emprendedor que cobijan.

La mecánica de ese mecenazgo es curiosa. Lo primero que hace un joven emprendedor que funda una aplicación o una página web es invertir sus propios ahorros y los de algunos amigos soñadores como él (a ese fenómeno se le conoce como los friends & family).  Luego, si la startup resulta atractiva, capta la atención del business angel, que aporta el recurso económico para desarrollar el prototipo y lanzarlo al mercado. Los seed ventures capitalist obtendrán generalmente el 10 por ciento de los activos de la startup si ésta tiene éxito en el mercado, si el modelo tiene calidad empresarial y potencial de demanda. De ahí en adelante, la startup, ya convertida en empresa sólida, atraerá a más venture capitalists.

En México contamos también con venture capitalists, inversionistas que le meten mucho dinero a empresas, pero sólo a las ya consolidadas. No juegan al mecenazgo. No apuestan por una idea innovadora con potencial de crecimiento, en situación escalable. No creen en modelos que no estén ya en órbita, funcionando, en plena expansión y con resultados evidentes.  Así ni chiste tiene. ¿Se entiende la diferencia entre el modelo de inversión de Silicon Valley con el conservador modelo autóctono mexicano? ¿Se entiende donde está realmente el secret sauce del modelo californiano frente al arcaico estilo mexicano de inversión? Pero claro, en el fondo, la culpa la tiene como siempre el maldito imperialismo yanqui. Una cantaleta que si fue cierta alguna vez, hoy es el pretexto perfecto para no salir de nuestra oscura cueva.      

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