04 agosto 2013

EL AHOGO POR LO PROHIBIDO



Hace días, un amigo que es ingeniero programador, me contó sobre su flirteo con una mesera del Shot Bar, de 17th Street, en McAllen. Horas antes, le habló de ella el administrador del antro: “Una chica tan guapa como segura de sí misma; tanto que vive sola”. Mi amigo había viajado al negocio desde Monterrey, donde vive, a revisar el software de comandas que les rentaba y no a psicoanalizar a su personal femenino, así que omitió la alusión a la muchacha.

Pero al pasar por los lockers de las empleadas se topó con la misma mesera contando a sus compañeras de servicio las ventajas de involucrarse con hombres casados. “El mío acaba de regalarme un vestido de noche, de los más caros de Dillard´s. Y tan bien me conoce en mis gustos y medidas, que no ocupé ni probármelo”. Las demás chicas la miraron con un dejo ambiguo de respeto mudo o conmiseración hipócrita: ¿Dillard´s? ¿No lo compraría más bien en Burlington? ¿O en Melrose? ¿O en Ross?

MI amigo le contó al administrador del Shot Bar lo que había escuchado en los lockers: la chica tan segura supuestamente, resultó más frágil que las utilidades de la tienda Mervins, cerrada hace años por liquidación: “Se le nota su baja autoestima y su miedo a tener una relación íntima de largo plazo”.

El administrador le intentó explicar que, de seguro, lo hacía por dinero, porque las meseras, con todo y propina, ganan muy poco en el Entertainment District de McAllen. “Si ese fuera el caso” le respondió mi amigo: “le hubiera regalado un fajo de dólares, porque a una chica de McAllen no la seduces con un vestido de noche; no tendrá muchas ocasiones para ponérselo. Más bien tu dichosa mesera lo hace para no comprometerse de más en la vida, para seguir independiente y no ahogarse en relaciones estables que la limiten”. En plan de reto, el administrador le indicó a la chica que atendiera la mesa donde mi amigo comía unos Buffalo Wings con una Michelob.

“Eres la mesera del vestido nuevo” le dijo mi amigo para romper el hielo. “Y tú el programador de software” le respondió ella con poco ingenio. Ambos se cayeron bien. Luego de comer mi amigo le dió una buena propina para que le describiera los detalles de su vestido sin estrenar. Ella lo hizo con entusiasmo de niña: “color rojo, de chifón, cae hasta el suelo, con volantes y cierre lateral”. Con el pretexto de que no tendría fiesta próxima dónde estrenarlo, mi amigo (que es divorciado y sin compromiso), la invitó para que fuera su acompañante al día siguiente en una boda en Reynosa. “Tengo novio” le advirtió la chica. “…y es casado” le respondió mi amigo.

Ya en la noche, al final del turno, siguieron charlando. Se sentaron en la terraza del Shot Bar para fumar unos Marlboro. “Mis compañeras no son más felices por estar casadas. Y no lo digo a manera de disculpa. Sus maridos las sofocan, las asfixian; se ahogan cuidando hijos y luego nietos”, dijo ella mientras tomaba la sexta Michelob. “Y tu respiras mejor con lo prohibido” añadió él. Sin prometer nada más a mi amigo esa noche, la mesera aceptó acompañarlo a la boda al día siguiente y se intercambiaron números de celular y la dirección de la casa de ella, en Beaumont Ave., cerca de 17th Street y a un lado de la Universal Church. Para cerrar el trato se fumaron otro Marlboro.

La noche siguiente, poco antes de pasar por su acompañante, mi amigo recibió una llamada urgente. Era la mesera que resollaba en medio de una crisis nerviosa. “Me puse el vestido hace una hora” le dijo entre lágrimas: “Me siento encorsetada, oprimida, apenas puedo respirar. Traté de bajar el cierre y se atoró en la tela. No se que hacer. Llama al 911”.

Él pensó que no sabría explicar bien a bien cual era la situación de riesgo, así que prefirió conducir directamente hasta la Beumont Ave., a casa de ella. Forzó la cerradura de la puerta principal. La encontró en el suelo de la sala, los dedos de las manos manchados de sangre y el vestido rasgado, arrancada la tela roja a arañazos y mordiscos, y con las secuelas del ahogo casi mortal que, sin embargo, no le impedían fumarse un Marlboro. “Gracias. Ya no siento que me asfixio” le susurró aliviada la muchacha:

 “Yo no te ofrecí más que ser mi acompañante en una boda”, le respondió mi amigo, antes de marcharse ofendido de la casa por la puerta de atrás.     

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