Hace días,
un amigo que es ingeniero programador, me contó sobre su flirteo con una mesera del Shot Bar, de 17th Street, en McAllen. Horas
antes, le habló de ella el administrador del antro: “Una chica tan guapa como
segura de sí misma; tanto que vive sola”. Mi amigo había viajado al negocio
desde Monterrey, donde vive, a revisar el software de comandas que les rentaba y
no a psicoanalizar a su personal femenino, así que omitió la alusión a la
muchacha.
Pero al pasar
por los lockers de las empleadas se
topó con la misma mesera contando a sus compañeras de servicio las ventajas de
involucrarse con hombres casados. “El mío acaba de regalarme un vestido de
noche, de los más caros de Dillard´s. Y tan bien me conoce en mis gustos y
medidas, que no ocupé ni probármelo”. Las demás chicas la miraron con un dejo
ambiguo de respeto mudo o conmiseración hipócrita: ¿Dillard´s? ¿No lo compraría
más bien en Burlington? ¿O en Melrose? ¿O en Ross?
MI amigo le
contó al administrador del Shot Bar lo
que había escuchado en los lockers:
la chica tan segura supuestamente, resultó más frágil que las utilidades de la
tienda Mervins, cerrada hace años por
liquidación: “Se le nota su baja autoestima y su miedo a tener una relación
íntima de largo plazo”.
El
administrador le intentó explicar que, de seguro, lo hacía por dinero, porque
las meseras, con todo y propina, ganan muy poco en el Entertainment District de McAllen. “Si ese fuera el caso” le
respondió mi amigo: “le hubiera regalado un fajo de dólares, porque a una chica
de McAllen no la seduces con un vestido de noche; no tendrá muchas ocasiones
para ponérselo. Más bien tu dichosa mesera lo hace para no comprometerse de más
en la vida, para seguir independiente y no ahogarse en relaciones estables que
la limiten”. En plan de reto, el administrador le indicó a la chica que
atendiera la mesa donde mi amigo comía unos Buffalo
Wings con una Michelob.
“Eres la mesera
del vestido nuevo” le dijo mi amigo para romper el hielo. “Y tú el programador
de software” le respondió ella con poco ingenio. Ambos se cayeron bien. Luego
de comer mi amigo le dió una buena propina para que le describiera los detalles
de su vestido sin estrenar. Ella lo hizo con entusiasmo de niña: “color rojo, de
chifón, cae hasta el suelo, con volantes y cierre lateral”. Con el pretexto de
que no tendría fiesta próxima dónde estrenarlo, mi amigo (que es divorciado y
sin compromiso), la invitó para que fuera su acompañante al día siguiente en
una boda en Reynosa. “Tengo novio” le advirtió la chica. “…y es casado” le respondió
mi amigo.
Ya en la
noche, al final del turno, siguieron charlando. Se sentaron en la terraza del Shot Bar para fumar unos Marlboro. “Mis compañeras no son más
felices por estar casadas. Y no lo digo a manera de disculpa. Sus maridos las
sofocan, las asfixian; se ahogan cuidando hijos y luego nietos”, dijo ella mientras
tomaba la sexta Michelob. “Y tu
respiras mejor con lo prohibido” añadió él. Sin prometer nada más a mi amigo
esa noche, la mesera aceptó acompañarlo a la boda al día siguiente y se
intercambiaron números de celular y la dirección de la casa de ella, en
Beaumont Ave., cerca de 17th Street y a un lado de la Universal Church. Para
cerrar el trato se fumaron otro Marlboro.
La noche
siguiente, poco antes de pasar por su acompañante, mi amigo recibió una llamada
urgente. Era la mesera que resollaba en medio de una crisis nerviosa. “Me puse
el vestido hace una hora” le dijo entre lágrimas: “Me siento encorsetada, oprimida,
apenas puedo respirar. Traté de bajar el cierre y se atoró en la tela. No se
que hacer. Llama al 911”.
Él pensó
que no sabría explicar bien a bien cual era la situación de riesgo, así que
prefirió conducir directamente hasta la Beumont Ave., a casa de ella. Forzó la
cerradura de la puerta principal. La encontró en el suelo de la sala, los dedos
de las manos manchados de sangre y el vestido rasgado, arrancada la tela roja a
arañazos y mordiscos, y con las secuelas del ahogo casi mortal que, sin
embargo, no le impedían fumarse un Marlboro.
“Gracias. Ya no siento que me asfixio” le susurró aliviada la muchacha:
“Yo no te ofrecí más que ser mi acompañante en
una boda”, le respondió mi amigo, antes de marcharse ofendido de la casa por la
puerta de atrás.
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