El hijo adolescente de una amiga ha
entrado al chat de Facebook para, según sus propias palabras, iniciar conmigo
“un debate inter-generacional”. Le digo que odio las palabras rimbombantes y
que no me gusta mucho discutir con jóvenes porque asumen las críticas como si
fueran en contra suya. Además de que detesto esa lógica tan reiterada ahora de
que todas las ideas son respetables. Mentira: todos los seres humanos son
respetables, pero no todas sus ideas lo son. De manera que si pienso que una
idea es una soberana estupidez, lo digo y punto, aunque se enoje la persona que
la suelta enfrente de mi.
Planteadas esas salvedades, levanto
el guante que me ha arrojado mi debatiente – a partir de esta metáfora la
brecha de la edad se abre inmisericorde – y atiendo su primera interrogante:
¿son los jóvenes actuales más solidarios que como lo fueron hace 20 años los
miembros de mi generación? Mi respuesta tajante es que sí.
El muchacho celebra que coincidamos
y que yo admita que las redes sociales acercan a los seres humanos entre sí
como nunca antes. “Por eso mi generación es más altruista, optimista, gregaria
y cooperativa que la suya”, escribe triunfante.
Le pido entonces que le baje a su
tono tres rayas (como dirían sus amigos). Lo que pasa con las nuevas
generaciones es que, como nunca antes, las posibilidades de encontrar un empleo
estable se han reducido al mínimo. Las prestaciones laborales prácticamente han
desaparecido. La protección social se evapora año con año. Un profesionista
recién egresado de la universidad ya no está predestinado al éxito. Esto hace
que los jóvenes de hoy tiendan más a lo social y menos a lo material. En otras
palabras, que respiren por la herida.
¿Y cuales son las consecuencias de
esta tendencia a lo social? A grandes rasgos, son tres: se incrementa la preocupación
por los demás, se difunden valores de sustentabilidad y se levantan banderas
humanitarias como la ecología y los derechos de los animales. Pregunta el joven
debatiente si mi generación no defiende estos mismos principios. Le contesto
que lo predominante entre los cuarentones de Nuevo León es ostentar dinero,
alardear las vacaciones recientes y valorar la compra de carros último modelo.
Yo no creo en la pirámide de Abraham
Maslow, esa que establece que conforme se cubren las necesidades más básicas,
los seres humanos desarrollamos deseos más elevados. Creo más bien que las
cosas operan justo al revés: en tiempos de crisis económica o política, las
personas se vuelven más solidarias; revaloran la responsabilidad social y desmitifican
el consumismo rapaz. Al mismo tiempo, las nuevas generaciones son más diestras
en el uso de las tecnologías digitales.
Me escribe el hijo de mi amiga si mi
conclusión es que los jóvenes actuales son más fregones como personas (el
término es suyo no mío) y si su ética es más evolucionada que la de los
miembros de mi generación. Yo le respondo que sí. Salvo tristes excepciones que
confirman la regla – ninis que viven
sin metas ni aspiraciones – hemos entrado a una nueva era de las relaciones
humanas. “Sí”, añade el muchacho: “una nueva etapa de hiper-interrelaciones
intrahumanas”. Y entonces le advierto que el maltrato ruin del lenguaje que
cometen los chavos es harina de otro costal.
Coincide conmigo y se
despide con un relevador “Oqui, ya stá”.
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