El viejo se muere en un camastro ortopédico, con una
mascarilla de oxígeno sujeta a los pómulos y la fuga pertinaz de sus recuerdos
porque tiene un Alzheimer irreversible y letal que le borró de un plumazo su
memoria privilegiada. Los riñones y el hígado le responden mal, el pulso se le
debilita y el hálito de conciencia que le queda prefiere esconderlo tras los
ojos cerrados, bajo unos párpados exhaustos de cumplir 94 años.
Algunos de sus seguidores hemos fundado un negocio, a miles
de kilómetros de distancia donde yace y queremos que nuestros empleados lleven
como tela del uniforme el colorido kente de Ghana. Entiendo la ironía de que el
mayor símbolo textil de la libertad africana se convierta en un atuendo
homogéneo, como el que usan los reos en las prisiones o los solados en los
cuarteles. Pero nada mejor para recordar al viejo que vistió el traje
carcelario por 27 años, y que sufrió las torturas de los agentes del apartheid,
vestidos y armados con la grisura burocrática de los colonizadores.
Mi amigo Pedro Aguirre me explicó la dimensión libertaria de
la dichosa tela. El hombre fuerte de Ghana, Kwame Nkrumah, padre de la
independencia de su país, en 1957, financió con su gobierno la confección del kente
como el principal producto nacional de exportación. Las variadas figuras y los
colores de la tela tienen un significado peculiar y declaran, para quien lo
viste, un gran acontecimiento personal o colectivo.
Luego, en los años sesenta, la comunidad afro-americana
convirtió el paño en un signo de identidad cultural y política que retomaron
los movimientos de protesta y de autoafirmación. El kente, “la tela de Nkrumah”
(como se le conoce en los círculos progresistas) acabó por representar la lucha
por los derechos civiles lo mismo en el Nuevo Mundo que en el Continente Negro.
Desde luego, no son equiparables la vida del viejo moribundo
en el hospital de Pretoria, con la trayectoria controvertida del líder devenido
en megalómano, que hundió con sus malas decisiones a Ghana, su país, antes de
que un golpe militar lo derrocara, exiliándolo hasta su muerte. El primero ha
sido la más grande conciencia de la libertad para los pueblos oprimidos; el
segundo representó la degeneración propia de cualquier egolatría por muy
libertaria que haya sido.
Los familiares del viejo moribundo se reúnen en Qunu, a
escasos kilómetros de las costas del océano Índico, para deliberar sobre la
salud del viejo, eufemismo que evade los preparativos para el próximo funeral.
Los jefes tribales le han dado su consentimiento a su hermano anciano para que
su alma vaya a descansar en paz. Acaso lo velarán vestido con una camisa de esa
tela kente y con las figuras y colores que en conjunto representan algo
místico, lucidor para el gran acontecimiento íntimo de marcharse al más allá.
Pero acaso antes que uniformarse con el mismo paño de los
empleados de nuestro negocio, o de Kwame Nkrumah, el líder narcisista de Ghana,
Nelson Mandela, el hombre más valiente del mundo (de quien hemos tenido el honor
inmerecido de ser sus contemporáneos), preferiría morir con el rugoso uniforme
de preso que usó por casi tres décadas en una cárcel vejatoria del apartheid.
Ese atuendo sería más simbólico para su lucha contra la
segregación racial, que cualquier significado de figuras y colores estampados
en un kente. O quizá Mandela hubiera preferido, de tener la lucidez que le
arrebató el Alzheimer, ser sepultado desnudo, mostrando dignamente la piel negra
que dejó a pedazos en su heroico camino hacia la libertad.
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