Tomó a
escondidas el primer vuelo por la mañana al aeropuerto Metro Wayne de Detroit,
pero no debió hacerlo: tenía una esposa y dos hijas. Si lo hago público es
porque a fin de cuentas fue un viaje clandestino del que nadie se enteró. Y es
que a veces, ciertos casos íntimos se dan el lujo de decretarse inexistentes,
aunque gozaron del estatus terrenal de su realización.
Desde que conoció
hace doce años a la pelirroja en San Pedro sopesó el erotismo de la relación
efímera. Y mi amigo coloreó su affaire
con pinceladas paternales: le enseñó entre sesiones de cama las ventajas de la
resignación. Usó para sus lecciones lo que canta Mick Jagger: “You can´t always get what you want”. ¿Quieres
ser mi pareja para siempre? ¿Quieres envejecer conmigo? Ni lo pienses, nena: no
siempre podrás tener lo que deseas. Le he reprochado a mi amigo apropiarse de
esa canción como si la conociera bien.
Acordamos
que en cuanto llegara a Detroit subiría en Pinterest
las fotos de la megalópolis espectral: no tanto por seguridad personal de mi
amigo –Detroit es ahora la segunda ciudad más peligrosa de EUA, después de
Flint, Michigan – sino por mi placer inconfesable de contemplar la decadencia
“en todo su esplendor”. Edificios herrumbrosos, calles desoladas, casas
convertidas en cenizas. El arte del óxido en la Estación Central. La estética
de la ruinas en la Planta Automotriz Packard. La avenida Michigan como región transpolada
de los Balcanes. La calle Lindsale, cerca de la discográfica Motow, casi un
paisaje bombardeado por ejércitos fantasmas.
Nada mejor
que orientarse por los laberintos de la podredumbre que la íntima compulsión de
saldar las viejas deudas. Cuando mi amigo corrió de su casa a su amor efímero y
luego se casó con su novia de siempre, cultivó año tras año una especie de remordimiento
enrevesado. Todo quedó grabado en Pinterest:
el GPS de su vergüenza lo condujo hasta la Avenida Woodward, a una construcción
semivacía, flanqueada por un pordiosero negro, sentado en un escalón, que pedía
un dólar de limosna. Mi amigo lo ignoró.
Subió por
las escaleras hasta el sexto piso. Tocó en la puerta 602. Fue su propia ex
amante quién le abrió con un “qué tal, mi viejo amigo” y una copa de vino en la
mano: nada que ver con aquella belleza etérea, los largos cabellos pelirrojos
que se disolvían al contacto ajeno, la piel evanescente, lo senos como nubes.
La mujer del vaso de vino era más terrenal que los bloques apilados en las
calle Lindsale, sometida a la infame ley de gravedad. Pero mi amigo no fue a
acariciar nostalgias. Por eso no le incomodó el hombre borracho en un sillón ni
el cúmulo de jeringas usadas en la mesa. Le ofreció a la mujer un empleo bien
remunerado en Monterrey. Y ella lo rechazó. Le dijo que la recomendaría en cualquier
empresa de México. Y ella lo evadió. Le juró comprarle casa y carro y pasarle
una pensión. Y ella lo negó.
Entonces mi
amigo le soltó la cascada turbia de sus remordimientos. “Quiero que me perdones
por haberte tratado mal, por haberte usado como un objeto, por no atenderte
como una dama y por no darte tu lugar”. Ella bebió hasta la última gota de su copa
de vino. Y no titubeó: “¿A eso viniste hasta aquí? Hubo muchos hombres después
de ti y no fuiste ni siquiera de los más relevantes. Despreocúpate amigo. ¿Pero
no fuiste tú mismo quien me enseñó que nunca vas a valorar lo que tienes, si no
sabes lo que quieres?”. Una alusión a Mick Jagger.
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