30 junio 2013

MANDELA EN LA CASA DE PANCHO VILLA



A principios de los años 90 vivíamos en Monterrey muchos veinteañeros pobres, felices e indocumentados. No teníamos ni un quinto en la bolsa, éramos unos vagos que se creían bohemios, pero nunca nos fuimos sin pagar la cuenta de cervezas y brandy en La Casa de Pancho Villa.

Yo tenía a mi primera novia a quien reverenciaba en secreto porque era más sensata que yo. Y tenía una parvada de amigos a quienes admiraba en público porque eran mucho más insensatos que yo. Pero Monterrey era entonces una provincia pretenciosa y a todos nos apresaban por igual los mismos prejuicios, la diferencia de clases sociales, los fantasmas de mil complejos y uno que otro problema que sí era real. Tan presos estábamos en la imaginación como nuestro ídolo de entonces Nelson Mandela lo estaba en la realidad, en aquella prisión de Robben Island: una versión triste de la eternidad.  

Por esa sensación de represión permanente no me resolvía a pedir la mano de mi novia, ni mis amigos se decidían a buscar trabajo formal y La Casa de Pancho Villa era como el patio de la prisión donde al atardecer salíamos a convivir los reos de conciencia hasta purgar nuestra condena común.

Pero eso acabó de golpe la noche de la liberación, en febrero de 1990. Los amigos ocupaban todas las mesas del cantabar. Ernesto Pérez “El Gallo” alternaba sus canciones románticas y de protesta. Yo me apersoné ahí con mi novia, con el anillo de zirconia metido en la bolsa (porque no tenía para más) y vi en la penumbra a Parra, a Manuel, a Cuellar, a Edgar, a Carlos, a Cuauhtémoc, a Isabel y arriba, en el cielo, la blanca luna invernal. Quise ponerme de pie para dar la buena nueva pero Mario Rodríguez Plata, como de costumbre, se nos adelantó: “Interrumpo la música para informarles que hace unas horas Nelson Mandela fue liberado”.

Estallaron los gritos de júbilo. Los músicos comenzaron a tocar la canción que había compuesto el cubano Pablo Milanés al prisionero negro más célebre y digno del mundo. “Mandela / qué encuentro tan fecundo / poder cambiar tu mundo / y el modo tan hermoso / de quererlo eternizar”. Seguimos soltando al viento la letra que repetimos muchas veces, como si levantando la voz nuestro homenaje colectivo llegaría hasta los oídos del sudafricano ya libre: una lección de civismo luminoso.

Emulando a mis amigos insensatos me subí a una mesa y bauticé a los presentes vaciando una botella de ron pero mi novia me la quitó antes de las manos, no para guardarla sino para mojar mejor a los comensales de más lejos. Sorprendido por el gesto, empapado de pies a cabeza, pensé que por arte de magia todos los jóvenes de mi generación nos habíamos transformado esa noche y para siempre, inspirados por Mandela, las canciones de protesta y el alcohol.

Pero nosotros, los de entonces: ¿ya no somos los mismos? Entre arrugas y calvicie, los kilos de más, las heridas que afean el corazón por cuatro décadas, los miedos que no se van y los complejos que sí se quedan, seguimos siendo los mismos. El anillo de zirconia no se asomó nunca por la bolsa de mi pantalón, cerró La Casa de Pancho Villa y los otros cantabares, muchos de mis amigos siguieron sin trabajo; regresamos a la cárcel de las miserias cotidianas y Nelson Mandela a la prisión del Alzheimer y la enfermedad.

Pero qué hermosa fue esa noche de copas, en aquel febrero de 1990, cuando gracias al ejemplo de Mandela, el inmortal, muchos veinteañeros de Monterrey escapamos de los barrotes y de las cadenas del cautiverio para hacernos volar, libres y felices, a la blanca luna invernal.

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