A principios de los años 90 vivíamos
en Monterrey muchos veinteañeros pobres, felices e indocumentados. No teníamos
ni un quinto en la bolsa, éramos unos vagos que se creían bohemios, pero nunca
nos fuimos sin pagar la cuenta de cervezas y brandy en La Casa de Pancho Villa.
Yo tenía a mi primera novia a quien
reverenciaba en secreto porque era más sensata que yo. Y tenía una parvada de
amigos a quienes admiraba en público porque eran mucho más insensatos que yo.
Pero Monterrey era entonces una provincia pretenciosa y a todos nos apresaban
por igual los mismos prejuicios, la diferencia de clases sociales, los
fantasmas de mil complejos y uno que otro problema que sí era real. Tan presos
estábamos en la imaginación como nuestro ídolo de entonces Nelson Mandela lo
estaba en la realidad, en aquella prisión de Robben Island: una versión triste
de la eternidad.
Por esa sensación de represión permanente
no me resolvía a pedir la mano de mi novia, ni mis amigos se decidían a buscar
trabajo formal y La Casa de Pancho Villa era como el patio de la prisión donde
al atardecer salíamos a convivir los reos de conciencia hasta purgar nuestra
condena común.
Pero eso acabó de golpe la noche de la
liberación, en febrero de 1990. Los amigos ocupaban todas las mesas del
cantabar. Ernesto Pérez “El Gallo” alternaba sus canciones románticas y de
protesta. Yo me apersoné ahí con mi novia, con el anillo de zirconia metido en
la bolsa (porque no tenía para más) y vi en la penumbra a Parra, a Manuel, a
Cuellar, a Edgar, a Carlos, a Cuauhtémoc, a Isabel y arriba, en el cielo, la
blanca luna invernal. Quise ponerme de pie para dar la buena nueva pero Mario
Rodríguez Plata, como de costumbre, se nos adelantó: “Interrumpo la música para
informarles que hace unas horas Nelson Mandela fue liberado”.
Estallaron los gritos de júbilo. Los
músicos comenzaron a tocar la canción que había compuesto el cubano Pablo
Milanés al prisionero negro más célebre y digno del mundo. “Mandela / qué encuentro tan fecundo / poder
cambiar tu mundo / y el modo tan hermoso / de quererlo eternizar”. Seguimos
soltando al viento la letra que repetimos muchas veces, como si levantando la
voz nuestro homenaje colectivo llegaría hasta los oídos del sudafricano ya
libre: una lección de civismo luminoso.
Emulando a mis amigos insensatos me
subí a una mesa y bauticé a los presentes vaciando una botella de ron pero mi
novia me la quitó antes de las manos, no para guardarla sino para mojar mejor a
los comensales de más lejos. Sorprendido por el gesto, empapado de pies a
cabeza, pensé que por arte de magia todos los jóvenes de mi generación nos
habíamos transformado esa noche y para siempre, inspirados por Mandela, las
canciones de protesta y el alcohol.
Pero nosotros, los de entonces: ¿ya
no somos los mismos? Entre arrugas y calvicie, los kilos de más, las heridas
que afean el corazón por cuatro décadas, los miedos que no se van y los
complejos que sí se quedan, seguimos siendo los mismos. El anillo de zirconia
no se asomó nunca por la bolsa de mi pantalón, cerró La Casa de Pancho Villa y
los otros cantabares, muchos de mis amigos siguieron sin trabajo; regresamos a
la cárcel de las miserias cotidianas y Nelson Mandela a la prisión del
Alzheimer y la enfermedad.
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