En aquel tiempo, mientras avanzaba
sin prisa al balcón, dejó claro a sí mismo y a los otros su condición de
extranjero en la casa de Dios. Se sabía extraño en Santa Marta donde pernoctaba
con los demás obispos. Y no pidió a nadie que lo acompañara a la basílica
romana de Santa María la Mayor. Si por él fuera hubiera tomado el metro o un
camión urbano. Quería distinguirse del resto de los prelados y ser un peregrino
que viene de fuera.
Quizá por eso, intencionalmente,
susurró apenas el juramento sobre los Evangelios y trató de distinguirse en el
cónclave no llamando su atención. Sus colegas purpurados eran distintos:
pisaban fuerte las baldosas de la Capilla Sixtina; se acercaban mejor al
prelado italiano, viejo hombre del sistema; se hacían notar antes del humo
blanco. Pero él era un hombre distinto que venía de fuera.
Avanzó al balcón pausado, para no
agitarse. Pocos sabían entonces que éste hábito ancestral tenía un origen
fisiológico: respiraba desde hacía 76 años con un solo pulmón, porque había
perdido el otro a causa de una infección infantil, y eso lo diferenciaba del
común de los obispos. En Roma abundaba la curia con los dos pulmones completos.
Pero él era un hombre orgánicamente incompleto, que vino a Roma de fuera.
Bromó adrede como no suelen
hacerlo los obispos italianos. Dijo que habían buscado un Papa “casi al fin del
mundo”. Y lo hallaron a él que no es funcionario del Vaticano; a él que se
salta los protocolos santificados y comienza su mensaje con un “buenos días; a
él que decidió llamarse sencillamente Francisco; a él que aludía al pueblo
pobre en un entorno de boato celestial que no suele valorar bien a quien viene
de fuera.
Alcanza el balcón y asume un gesto
distinto: no empieza bendiciendo al pueblo sino pidiendo la bendición al
pueblo. En su primer saludo anticipa que pintará su raya ante tanta costumbre
ancestral porque se ha pasado la vida lejos de Roma. Y deja esparcir el rumor
que lo destaca porque le gusta la prosa de Borges y es fanático del futbol y es
centrista social aunque conservador doctrinal, lo que confirma que en gustos se
rompen géneros porque viene de afuera.
Termina de dar la bendición y se
vuelve contra la multitud. Deja el balcón y entra a los salones fastuosos del
Vaticano. Entonces cae en la cuenta de que ya no será jamás un extraño en la
Casa de Dios, sino que forma parte del montaje del poder humano; de la
estructura vertical y rígida donde los dogmas son más políticos que religiosos
y donde no volverá a sentirse extranjero, porque mirará recelosamente a los
peregrinos del fin de mundo que vengan de fuera, como lo hizo él alguna vez,
antes de formar parte de un monstruo frío y nada espiritual que lo devorará
como Saturno devoró alguna vez a sus hijos.
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