El muchacho alto y desgarbado se
filtró por los laberintos burocráticos de la dictadura y consiguió un asiento
en la primera fila de la ceremonia tumultuosa para ser testigo de ese evento
histórico que le cambiaría su vida para siempre. A escasos metros de su silla
avanzó el caudillo y se detuvo un instante para saludarlo, tan alto como él,
vestido de verde olivo, el quepí de comandante y esa barba montaraz que con
solo verla inspiraba a los presentes la fe ciega en el socialismo, la lucha del
proletariado, el fin de las clases sociales y otra ristra de quimeras del mismo
tenor. Pero en el cerebro del muchacho solo reverberó el destino común de los
megalómanos políticos y la nueva versión ahora tropical, del culto a la
personalidad.
Desde entonces, Pedro Arturo Aguirre
cultivó la original idea de coleccionar los excesos de estos personajes
pintorescos e hilvanarlos en forma de capítulos de un libro que titula
“Historia Mundial de la Megalomanía” y que bien podría ser continuación (en
vena política) de aquella “Historia Universal de la Infamia”, que Jorge Luis
Borges escribió más o menos a la misma edad de Pedro Arturo, y con la intención
similar de perpetuar las obras demenciales de tanto anti-héroe legendario, como
el que le tendió la mano a Pedro Arturo esa mañana reveladora del 1 de enero de
1979, durante la ceremonia oficial del Vigésimo Aniversario de la Revolución
Cubana.
Pedro Arturo Aguirre comprendió
que Fidel Castro apuntaba a ser un personaje más de esa novela del “hombre
fuerte” que tramaron publicar por esos años los autores del Boom
Latinoamericano, con un capítulo peruano escrito por Mario Vargas Llosa (el
sátrapa Manuel Odría), un capítulo mexicano escrito por Carlos Fuentes (el
férreo Porfirio Díaz), un capítulo chileno escrito por José Donoso (el golpista
Augusto Pinochet) y un capítulo argentino escrito por Julio Cortázar (el
represivo Jorge Rafael Videla y la
Junta Militar). Sin embargo, el colombiano Gabriel García Márquez, genio del
“tipping point” poético de renombrar las cosas que pensábamos ordinarias, le
había dado la vuelta al proyecto con la publicación en 1975 de “El Otoño del
Patriarca” fábula redonda de un megalómano prototípico que gobernaba como señor
de Horca y Cuchillo en las orillas del Mar Caribe, pero que lo mismo hubiera
podido mandar en el Cercano Oriente, en la China imperial, en Los Balcanes, o
en la racional Alemania posterior a la república de Weimar.
Ahora bien, pedro Arturo Aguirre
es un reconocido politólogo de México, con muchos libros publicados sobre
política internacional, de manera que el registro del reto casi virginal de
estudiar el común denominador de la megalomanía tenía que ser en formato de
ensayo y sin restricciones geográficas para ejemplificar que la locura humana
no es particular de una región en específico y su información genética,
deleznable y oprobiosa para el genero humano en su conjunto, abarca sin
excepción todas las culturas esparcidas en el planeta Tierra.
¿Y cuáles son estas huellas de
identidad que Pedro Arturo detectó en las sucesivas variantes de megalómanos
que comenzó a estudiar hace más de 30 años, a partir de su encuentro con Fidel
Castro, durante el Vigésimo Aniversario de la Revolución Cubana? Entre el ramillete
de cuentos verídicos que Pedro Arturo despliega con buena prosa, podemos
decantar algunas esencias del mismo mal, algunas perfiladas desde un plano
psicológico por Erich Fromm en “Anatomía de la Destructividad Humana”:
narcisismo, necrofilia (contrario a la biofilia, según Fromm) egolatría,
trastorno bipolar, verborragia, “mandato distorsionado del placer” (diría Lacan), delirios de grandeza,
egoísmo, anhelo de inmortalidad, indiferencia ante el sufrimiento de sus
semejantes y un instinto infalible para adaptarse a los nuevos tiempos,
incluyendo las novedades tecnológicas (Hugo Chávez usaba el Twitter a diario,
se volvió un experto en microblogging y de casi todas las redes sociales, y Mahmud
Ahmadineyad diseñó para su pueblo iraní el Halai-Internet). En el fondo, todos
los dictadores comparten la compulsión de compararse con los Dioses, para lo
que les basta ser “tan crueles como ellos”, sugiere el Calígula de Albert
Camus.
Pero hay otro ángulo igualmente
patético que se deduce de las historias de megalómanos que narra Pedro Arturo
Aguirre, y es el rol que juegan las masas populares en esta descomposición
moral. Las multitudes súbditas de estos sátrapas se ven atrapadas
inconscientemente en ciclos de denuncias preventivas, de purgas, de
linchamientos colectivos contra los herejes del régimen, de adulación
desproporcionada y ajena a toda crítica, de falsa conformidad, de disolución de
los juicios analíticos simples y de un fenómeno psicosocial denominado por la
ciencia cognitiva como paradoja de Abilene (una familia emprende un incómodo
viaje a Abilene porque cada miembro de la familia cree que los otros quieren
ir). Así, en las multitudes gobernadas por megalómanos, cada individuo no solo
acepta una creencia absurda, que a su modo de ver todos los demás admiten, sino
que reprime a los disidentes que no la aceptan, porque cree que el resto de la
gente quiere su imposición: es un engaño colectivo.
Seguramente, mientras los
invitados aplaudían a Fidel Castro por su discurso incendiario durante la
Ceremonia del XX Aniversario de la revolución Cubana, Pedro Arturo Aguirre
recordó la anécdota que narra Aleksandr Solzhenitsyn sobre uno de los tantos
homenaje tributados en vida a Stalin. Al terminar de leer su mensaje, el
dictador recibió de los presentes un aplauso atronador que se prolongó por casi
media hora: ningún invitado se atrevía a parar de aplaudir, quizá a causa del
fenómeno ya descrito de Abilene y también por miedo a ofender al líder. Solo el
director de una fábrica ubicado en el estrado se decidió a dejar de batir las
palmas y discretamente se sentó, seguido por toda la concurrencia. En menos de
diez minutos este director fue detenido y condenado a diez años de prisión en
el gulag.
(Continuará...)
(Continuará...)
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