Jorge Luis Borges escribió el cuento
fantástico “El otro”. Un anciano Borges narra cómo a finales de los años
sesenta, durante una mañana soleada de Cambridge, un joven se sienta al lado
suyo, en la misma banca frente al río Charles. Pronto entabla conversación con
él hasta descubrir que el muchacho es el propio Borges cuando tenía 20 años,
viviendo en Ginebra. Cruzan incómodos opiniones divergentes aunque el viejo
declara: “Yo, que no he sido padre, sentí por ese pobre muchacho, más íntimo
que un hijo de mi carne, una oleada de amor”. Sin embargo pese a esa sensación
paternal, evitará en el futuro volver a encontrarse con el Borges joven. Ya no
eran “el mismo” sino “el otro”: personas distintas.
Octavio Paz no opina igual que Borges. En
su poema “Nocturno de San Ildefonso”, escribe: “El muchacho que camina por este
poema, / entre San Ildefonso y el Zócalo / es el hombre que lo escribe…” En su
búsqueda por comprender el tiempo – uno de los pilares de su obra poética – Paz
se planeta la principal pregunta filosófica: “quién soy y por qué he llegado a
ser lo que soy”. El Paz maduro dialoga con el Paz joven que vive en la ciudad
de México, no como “el otro”, sino como él mismo. No es casualidad que el
Borges viejo y joven se encuentren al clarear el día: la luz distingue y divide
a cada individuo. Tampoco es casual que el Paz maduro y joven dialoguen en la
noche: la oscuridad une y funde a cada persona.
Raúl Caballero, periodista maduro, ha
escrito un hermoso libro íntimo y coral a la vez, en donde dialoga con el Raúl
Caballero joven: “Resonancias (Antes del Caos)”. “Se trata de una serie de
relatos y crónicas de finales de los años sesenta” como él mismo lo explica,
cuyo personaje principal es "de alguna manera, la ciudad de Monterrey”. No
estoy tan seguro que así lo sea. ¿No será más bien el tiempo el personaje
central de “Resonancias”? Lo es en el cuento del joven Borges, residente en
Ginebra, que el autor escribió ya maduro en Cambridge; lo es en el poema del
joven Paz, residente en la ciudad de México, que el autor escribió ya maduro en
París. Pudiera serlo en las crónicas del joven Caballero, residente en
Monterrey, que el autor escribió ya maduro, en Dallas.
Pero para ser personaje de un cuento, un
poema o una crónica, el tiempo no puede narrarse por sí mismo; como la
luminosidad de la luna, sólo aparece como reflejo de un astro ajeno: en el caso
de “El otro” el astro ajeno es la literatura; en el caso de “Nocturno de San
Ildefonso”es la crítica a las ideologías; en el caso de “Resonancias” es el
astro de la nostalgia musical regiomontana.
Es verdad que en sus alusiones nostálgicas,
Raúl toca muchas fibras sensibles a quienes nacimos aquí: la moda
existencialista (Sartre, Camus), la psicodelia como modo de vida, las películas
de culto (en especial esa obra tan aburrida y sobrevalorada de Godard, titulada
“El Desprecio”, sólo rescatable por ese monumento a la cachondez llamada
Brigitte Bardot), la naciente televisión local con Vianey Valdez y su “Muévanse
todos”, el despertar sensual de los adolescentes (resumido en el slogan
ecologista “ahorra agua, báñate con una amiga”), las lecturas de Cortázar, el
recorrido citadino por Las Mitras, Vistahermosa, el Patinadero Obispado, las
kermeses en el Regio y las tertulias en el Club de Leones Poniente. Pero el
astro-rey que alumbra “Resonancias” es la nostalgia musical.
En la obra de Raúl Caballero (“memorias
salvajes y libres” como él mismo la define), el tiempo gira en obsesivos y
rítmicos días circulares en torno al Rock and Roll, el jazz, el blues, la
chanson française, The Beatles, Rolling Stones, The Who, pero también en bandas
regiomontanas de gran calidad (nunca superada en décadas posteriores) como Quo
Vadis, La Tribu, Zoológico Mágico y Banda Macho, sólo por enumerar algunas de
las más representativas, citadas en el libro por una de las voces más
autorizadas del movimiento musical alternativo en Monterrey y que Caballero ha
convocado a su concierto de evocaciones: el polifacético Alfonso
Teja-Cunningham. Y es que el Caballero maduro no sólo conversa con el Caballero
adolescente, sino también con otros actores de aquella época vivos o ya
muertos.
Ahora bien, ¿va dirigido este diálogo entre
el Caballero maduro y el Caballero joven, exclusivamente a lectores regiomontanos?
Sí, en la medida en que su personaje principal fuera la ciudad y se enfocara a
la mera recopilación de guiños cómplices a sus paisanos norestenses; no, si el
tema principal es la apología a los años sesenta, es decir, al pasado reciente,
es decir, al paso del tiempo. Finalmente, el lector se preguntará: ¿y en este
diálogo entre el joven y el maduro que fuimos y seremos más temprano que tarde,
a cuál de las dos posiciones filosóficas es más afín Raúl Caballero: al “otro”
que termina por convertirnos el tiempo en la opinión de Borges, o a la “misma
persona” que nos reafirma el tiempo, en la opinión de Octavio Paz?
No daré la respuesta; mejor que el propio lector lo decida después de leer
esta obra tan amena, nostálgica y muy bien escrita en su estilo desenfadado y
coloquial. Así que tómese su tiempo y, si su edad rebasa los cincuenta años,
dialogue con el joven que fue alguna vez y que le saltará a la cara en
cualquiera de las páginas de “Resonancias (Antes del Caos)” para recordarle que
usted también formó parte de los años sesenta y que el muchacho que caminaba
por aquellas calles, y escuchaba aquellas rolas, parafraseando a Paz, es el
mismo que ahora lee este libro. Felicito al autor de este prodigio.
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