Fue hace unos días. El ex
gobernador de Nuevo León tuvo que acabarse su tercer caballito de tequila para
poder sincerarse conmigo. Detrás de los ventanales una lluvia brumosa borraba
la avenida Constitución y parte del lecho del río Santa Catarina. El mesero esperó
a que bebiera de golpe la última gota para escanciarle hasta el borde otro Maestro Tequilero. Había pocas mesas
ocupadas en El Mirador – una pareja, una
familia celebrando no se qué cosa, un hombre solo -- pero los contados clientes
miraban al personaje con morbo.
En México decimos desdeñar a
los hombres de poder pero su presencia irradia cierta fascinación: forjamos
celebridades hasta de los gobernantes más mediocres. Pero no es el caso del
comensal con quien compartía la sobremesa. Su jubilación del Palacio de Cantera
le imprimió una especie de halo de sabiduría a destiempo, y, por tanto,
prácticamente inútil.
-- Es uno de mis hombres más
cercanos y me traicionó. De haberlo conocido antes no le hubiera confiado mis
finanzas. No se cómo afrontarlo, Eloy.
No quise responderle nada
porque sé que este tipo de personalidades, fogueadas en el mal hábito del
mando, en realidad no piden consejo, simplemente hablan en voz alta, como
autoafirmándose los pobres. Solo un par de excepciones que confirman la regla.
Pero por su gesto airado, azuzado por el alcohol, me decidí a abrir la boca:
--El poder tiende un velo en
los ojos de los gobernantes – le dije, solo por romper el silencio –. No es
culpa de usted. Tarde o temprano serán traicionados por algún incondicional.
--¡Pero qué hago, Eloy! – la
energía de su voz alcanzaba al mesero cercano que por ser discreto nos daba la
espalda -- ¿Se lo echo en cara? ¿Lo pongo en su lugar para que sepa lo
malagradecido que es conmigo?
Tuve que servirme otro caballito
de tequila para agarrar valor y responderle:
-- Bueno, mire, si me permite
una opinión -- esta formula palaciega siempre me ha divertido por su sarcasmo
oculto– se lo ilustraré con aquella plática del 9 de noviembre de 1912, en
París, entre Porfirio Díaz y su ex Secretario de Hacienda José Yves Limantour,
ambos en el exilio.
Pero el ex gobernante en vez
de prestar oídos a las lecciones que guarda el pasado, se impacienta como un
niño:
--¡No me cuentes historias
viejas ni explicaciones vanas, José!
Limantour viste como siempre
de levita: es un científico que no se inmuta ni cuando se siente acorralado.
Engominado su bigote entrecano a la Káiser y altivo como una estatua de marmol
que lo representa a sí mismo, repite lo que semanas antes había escrito al ex
dictador:
--Disculpe, Porfirio, pero no
son explicaciones vanas. Son especies calumniosas que circularon en corrillos y
que nacieron de la boca de su médico de cabecera, Francisco Vázquez Gómez. Cree
o finge creer en la estúpida fábula de mi supuesta traición a usted.
Don Porfirio se sienta en una
poltrona, a escasos metros del camastro donde agoniza su amigo Ramón Corral.
Viste un traje de casimir bajo un gabán negro con solapa de terciopelo. Ha
dejado colgado en el perchero su sombrero de fieltro. Tienta con la mano
derecha su reloj de bolsillo. Es de menor estatura que Limantour pero su
presencia domina imponente el entorno fúnebre. Sabe manejar sus dotes innatas
de seductor, en especial, emitiendo sentencias tajantes, con esa voz gutural,
cavernosa, con la que alarga reposadamente cada frase y la mirada fija de
serpiente con la que nulifica cualquier réplica a sus instrucciones. Don
Porfirio, en el gobierno o en el exilio, no dialoga: ordena.
--Intentaste quedarte como
Secretario de Hacienda después de mi renuncia, José. Quisiste aprovechar tu
amistad con la familia Madero. Pero acabaron expulsándote de México también.
Por eso no te he recibido desde mi exilio. Si estamos hoy reunidos aquí es para
rendir respeto a un amigo mutuo que se nos va: Ramón Corral.
Fue entonces cuando le conté
al ex gobernador (otro caballito tequilero de por medio), sobre lo antagónico
de las personalidades de Díaz y Limantour. El primero es un soldado de
preparación escasa – no puede articular argumentos ni pensar en abstracto --;
el segundo es egresado de las mejores escuelas de Europa. Pero el magnetismo de
Díaz es casi sobrenatural; nadie como él para intimidar a cualquier
interlocutor. Su figura da miedo.
--Obvio – añadió el ex
gobernador de Nuevo León, asomándose por los ventanales de El Mirador --, por eso el traidor, hombre mediocre, prefiere actuar
solapado en las sombras, en contra de su superior.
Le pedí al mesero que se
llevara la botella vacía de Maestro
Tequilero y nos trajera la cuenta porque la discusión comenzaba a salirse
de cauce; me inquietaba que pudieran percibirlo así lo mismo la pareja que la
familia de las mesas contiguas (el otro comensal se había retirado minutos
antes de El Mirador).
--Pero ambos funcionarios son
necesarios para gobernar un país, querido Porfirio. Fue usted mismo, con todo
respeto, quien me ordenó negociar en un principio con los rebeldes, iniciar
reformas políticas para contener la insurrección del señor Madero, formar el
gobierno interino de nuestro incondicional León de la Barra. Yo solo acaté sus
ordenes. No lo traicioné.
Castañeaba la dentadura del
ex gobernador. En otras épocas hubiera podido tomar una decisión sancionadora.
No le pareció que sin su autorización yo pidiera la cuenta al mesero, como
cerrando contra su voluntad el diálogo entre ambos. Nadie daba la última
palabra más que él. Y yo me había saltado las reglas. O las trancas.
--Ya no sigas, José, lo se
todo – la voz cavernosa de don Porfirio sobresale en la habitación, por encima
de los suspiros de Ramón Corral, que suda y alucina en la antesala de su muerte
--. Me leyeron la correspondencia que tuviste con Rafael Hernández, primo en
primer grado de los Madero. Ahí confiesas que querías quedarte en el gobierno
de mis enemigos. Está escrito de tu puño y letra.
El ex gobernador me arrebató
la cuenta mientras sacaba del bolsillo la billetera. Se levantó de la mesa,
insistiendo en que pondría en su lugar a su antiguo colaborador malagradecido,
pero antes de irse, quiso saber en qué acabó las escena histórica de 1912 en la
que Porfirio Díaz increpó directamente a su ex colaborador José Yves Limantour:
--Ante el lecho del
agonizante Ramón Corral, el ex dictador Porfirio Díaz cambió de improviso el
tema; le contó a Limantour su viaje a la España del rey Alfonso XIII y a la
Alemania del Káiser Guillermo II, y su reciente visita a Los Inválidos, donde le dejaron sopesar la espada de Napoleón
Bonaparte. Luego, como buenos exiliados, víctimas del mismo destierro, se
frecuentaron en Paris muchas veces más. Juntos caminaban por el bosque de
Bologna tomados del brazo hasta la muerte de don Porfirio en 1915. José Ives
Limantour lo sobrevivió 20 años, sin volver a poner un pie en México.
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