El comportamiento
colectivo que respalda al gobernante megalómano lo ilustra el experimento Milgram,
aplicado por primera vez 1961 en New Haven, Connecticut. A los participantes (reclutados
mediante un anuncio en los periódicos) se les pidió actuar como "maestros"
de un "alumno" sentado en una silla eléctrica, a quien enseñarían
durante breves minutos una lista con pares de palabras. Si el alumno se
equivocaba, recibía como castigo una descarga eléctrica, aplicada por el
maestro mediante una palanca al alcance de su mano. Las descargas ascendían en
intensidad a lo largo de 30 niveles, de los 15 voltios a los 450
voltios. Al traspasar los 270 voltios, el alumno transitaba de la queja al
retorcimiento físico y luego a los gritos desgarradores. Si el maestro pedía
detener el examen, intervenía presto un investigador: "Prosiga, es
importante que siga el examen, no tiene otra opción". Por lo general, el
alumno perdía el conocimiento entre alaridos y espasmos de terror.
Los supuestos alumnos
electrocutados en realidad eran actores contratados y los cables de la silla
eléctrica no estaban conectados a una planta de luz, por lo que eran
inofensivos. Pero los “maestros” no sabían que todo era una representación
teatral y preferían aplicar los 450 voltios mortales, pese a que el alumno/
víctima sufría torturas atroces. ¿Por qué lo hacían? Porque obedecían órdenes
de una autoridad.
La
mayoría de las personas somos obedientes al poder. El sometimiento voluntario
de los seres humanos a una línea de mando superior no tiene en principio una
connotación negativa; así se forjan las "sociedades administradas" (Max
Horkheimer). ¿Pero qué pasa si la autoridad nos manipula? ¿Si la voz autorizada
nos conmina a cometer arbitrariedades o actos absurdos, ilógicos o fuera de lo
razonable? El esquema mental de los seres humanos está en buena medida diseñado
para caer en dicha simulación: simplemente obedecemos. En cada cabeza se
produce un fenómeno estudiado recientemente por la neurociencia: la disonancia
cognitiva; disrupción entre lo que se piensa y lo que se hace.
La metáfora del Padre reverenciado
ilustra este curioso fenómeno. El líder megalómano tiene generalmente un
elemental andamiaje moral, fundamentado en un storytelling común: la imagen del padre protector pero estricto,
que sustenta su actuación en el valor de la autoridad a secas (“porque lo digo
yo”) y enseña a sus hijos a disciplinarse en aras del mantenimiento de esa
jerarquía filial, que acaba siendo un fin en sí mismo.
De ahí que Mussolini fuese el
“Jefe de la Casa” viril y musculoso, que se fotografiaba con el torso desnudo y
sobre un tanque de guerra; Stalin el Padrecito que besaba amoroso a sus hijos
en los afiches coloridos; Hitler el Padre Ausente; Franco el Padre estricto;
Perón el Padre Padrote; Kim Il Sung, el Padre Mujeriego; Trujillo el Padre
Violador; Mobuto el Padre Cleptócrata; Papá Doc el Padre Chamán; El
Turkmenbashi el Padre Ególatra; Tito el Padre Heroico, Sukarno el Padre
Flamboyant; Fidel el Padre Rebelde; Chávez el Padre Follador. Mediante este
artificio atajamos las complicaciones del pensamiento crítico y nos instalamos
en una zona de confort. El pueblo-hijo llega a ser cómplice del autócrata,
seducido por su embrujo, lo que obsta para que muchos megalómanos se ensañaran
cruelmente en contra de su
población.
Las sociedades suelen girar en torno
a esos valores paternales, sobre todo después de una larga crisis social o
política, que primero a la fuerza y luego de manera voluntaria se apoderan de
la mentalidad individual. A partir de ese pervertido contrato social los
valores y conceptos del régimen despótico cobran sentido; el discurso orwelliano
se enraíza en el inconsciente colectivo. Las audiencias convierten al dictador
en artículo de fe (“Il Duce ha sempre
racione”) y someten a él su modo de razonar; ajustan sus emociones y su
lenguaje hasta moldear la realidad y enmarcarla en la ficción interesada del
Padre Protector.
¿Cuál son estos valores del Padre
Protector? La división tajante entre el Bien y el Mal; al pueblo no se le deja
libre a su capricho sino que se le orienta; hay que azotar a los desobedientes
como a los niños cuando no se conducen moralmente: “el Padre no pregunta, el
Padre ordena”. Un buen ciudadano es alguien lo suficientemente bien
disciplinado como para aprender a obedecer y ganarse el afecto del Padre, a
riesgo de ser castigado. No es gratuito que en 1934 la Gran Asamblea Nacional
Turca asignara a Mustafa Kemal el apellido de “Atatürk”, Padre de los
Turcos.
Estos principios son compartidos
por un alto porcentaje de italianos, alemanes, argentinos, afganos, somalíes y
mexicanos, aunque sean valores políticamente incorrectos. De ahí que Mussolini fuese un médium de su pueblo: “Yo no
creé el Fascismo” –decía Il Duce-- ,
“lo extraje de las mentes inconscientes de los italianos. Si eso no hubiera
sido así, todos ellos no me habrían seguido durante veinte años; repito, todos ellos”. Y Chávez sentenció en un
discurso célebre: “Yo no soy yo, ¡yo soy un pueblo, carajo!”
La fidelidad al tirano contradice
cualquier lógica economicista (“nadie actúa en contra de su propio interés”) y
la explica mejor una hipótesis sociológica: la gente opera en razón de su
identidad, es decir, de su sistema de valores (George Lakoff). Y si estos valores
giran en torno a la imagen del Padre Protector (que es una derivación del
modelo de familia idealizada) que nos rescata del miedo, la gente responderá en
consecuencia, bajo la siguiente máxima: “lo que es bueno para todos, es bueno
para mí”. ¿Y quien dice qué cosas
son buenas para todos? Papá.
En República Dominicana el eslogan
de una campaña presidencial de 2012 remitía inconscientemente al megalómano
dictador Rafael Leónidas Trujillo: “¡Llegó Papá!”. Quizá esta frase sintetice
tantas desmesuras, desvaríos y fantasías del culto a la personalidad que han
contaminado la política a lo largo de muchos siglos y que pueden anexarse uno
tras otro como capítulos interminables en el libro que Aguirre comenzó a
concebir el día en que se cruzó con Fidel Castro durante el Vigésimo
Aniversario de la Revolución Cubana.
Pero quizá el siglo XXI pudiera
ser la última estación del poder megalómano en la larga marcha hacia las
sociedades abiertas y democráticas como quería Popper. Si esto fuera posible y
no una ilusión inocente, los dictadores, tiranos, absolutistas, sátrapas,
represores, césares, déspotas, caudillos y autócratas acabarían por convertirse
(al fin) en sombras funestas de un pasado de pesadilla que despediríamos para
siempre con una frase útil como epílogo para las páginas del libro de Pedro
Arturo Aguirre: “¡Se fue Papá y no lo extrañaremos!”
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