12 marzo 2013

"HISTORIA DE LA MEGALOMANÍA" / II Y ÚLTIMA


El comportamiento colectivo que respalda al gobernante megalómano lo ilustra el experimento Milgram, aplicado por primera vez 1961 en New Haven, Connecticut. A los participantes (reclutados mediante un anuncio en los periódicos) se les pidió actuar como "maestros" de un "alumno" sentado en una silla eléctrica, a quien enseñarían durante breves minutos una lista con pares de palabras. Si el alumno se equivocaba, recibía como castigo una descarga eléctrica, aplicada por el maestro mediante una palanca al alcance de su mano. Las descargas ascendían en intensidad a lo largo de 30 niveles, de los 15 voltios a los 450 voltios. Al traspasar los 270 voltios, el alumno transitaba de la queja al retorcimiento físico y luego a los gritos desgarradores. Si el maestro pedía detener el examen, intervenía presto un investigador: "Prosiga, es importante que siga el examen, no tiene otra opción". Por lo general, el alumno perdía el conocimiento entre alaridos y espasmos de terror.

Los supuestos alumnos electrocutados en realidad eran actores contratados y los cables de la silla eléctrica no estaban conectados a una planta de luz, por lo que eran inofensivos. Pero los “maestros” no sabían que todo era una representación teatral y preferían aplicar los 450 voltios mortales, pese a que el alumno/ víctima sufría torturas atroces. ¿Por qué lo hacían? Porque obedecían órdenes de una autoridad.

La mayoría de las personas somos obedientes al poder. El sometimiento voluntario de los seres humanos a una línea de mando superior no tiene en principio una connotación negativa; así se forjan las "sociedades administradas" (Max Horkheimer). ¿Pero qué pasa si la autoridad nos manipula? ¿Si la voz autorizada nos conmina a cometer arbitrariedades o actos absurdos, ilógicos o fuera de lo razonable? El esquema mental de los seres humanos está en buena medida diseñado para caer en dicha simulación: simplemente obedecemos. En cada cabeza se produce un fenómeno estudiado recientemente por la neurociencia: la disonancia cognitiva; disrupción entre lo que se piensa y lo que se hace.

La metáfora del Padre reverenciado ilustra este curioso fenómeno. El líder megalómano tiene generalmente un elemental andamiaje moral, fundamentado en un storytelling común: la imagen del padre protector pero estricto, que sustenta su actuación en el valor de la autoridad a secas (“porque lo digo yo”) y enseña a sus hijos a disciplinarse en aras del mantenimiento de esa jerarquía filial, que acaba siendo un fin en sí mismo.

De ahí que Mussolini fuese el “Jefe de la Casa” viril y musculoso, que se fotografiaba con el torso desnudo y sobre un tanque de guerra; Stalin el Padrecito que besaba amoroso a sus hijos en los afiches coloridos; Hitler el Padre Ausente; Franco el Padre estricto; Perón el Padre Padrote; Kim Il Sung, el Padre Mujeriego; Trujillo el Padre Violador; Mobuto el Padre Cleptócrata; Papá Doc el Padre Chamán; El Turkmenbashi el Padre Ególatra; Tito el Padre Heroico, Sukarno el Padre Flamboyant; Fidel el Padre Rebelde; Chávez el Padre Follador. Mediante este artificio atajamos las complicaciones del pensamiento crítico y nos instalamos en una zona de confort. El pueblo-hijo llega a ser cómplice del autócrata, seducido por su embrujo, lo que obsta para que muchos megalómanos se ensañaran cruelmente en contra de su  población.

Las sociedades suelen girar en torno a esos valores paternales, sobre todo después de una larga crisis social o política, que primero a la fuerza y luego de manera voluntaria se apoderan de la mentalidad individual. A partir de ese pervertido contrato social los valores y conceptos del régimen despótico cobran sentido; el discurso orwelliano se enraíza en el inconsciente colectivo. Las audiencias convierten al dictador en artículo de fe (“Il Duce ha sempre racione”) y someten a él su modo de razonar; ajustan sus emociones y su lenguaje hasta moldear la realidad y enmarcarla en la ficción interesada del Padre Protector.

¿Cuál son estos valores del Padre Protector? La división tajante entre el Bien y el Mal; al pueblo no se le deja libre a su capricho sino que se le orienta; hay que azotar a los desobedientes como a los niños cuando no se conducen moralmente: “el Padre no pregunta, el Padre ordena”. Un buen ciudadano es alguien lo suficientemente bien disciplinado como para aprender a obedecer y ganarse el afecto del Padre, a riesgo de ser castigado. No es gratuito que en 1934 la Gran Asamblea Nacional Turca asignara a Mustafa Kemal el apellido de “Atatürk”, Padre de los Turcos.    

Estos principios son compartidos por un alto porcentaje de italianos, alemanes, argentinos, afganos, somalíes y mexicanos, aunque sean valores políticamente incorrectos. De ahí que Mussolini fuese un médium de su pueblo: “Yo no creé el Fascismo” –decía Il Duce-- , “lo extraje de las mentes inconscientes de los italianos. Si eso no hubiera sido así, todos ellos no me habrían seguido durante veinte años; repito, todos ellos”. Y Chávez sentenció en un discurso célebre: “Yo no soy yo, ¡yo soy un pueblo, carajo!”

La fidelidad al tirano contradice cualquier lógica economicista (“nadie actúa en contra de su propio interés”) y la explica mejor una hipótesis sociológica: la gente opera en razón de su identidad, es decir, de su sistema de valores (George Lakoff). Y si estos valores giran en torno a la imagen del Padre Protector (que es una derivación del modelo de familia idealizada) que nos rescata del miedo, la gente responderá en consecuencia, bajo la siguiente máxima: “lo que es bueno para todos, es bueno para mí”.  ¿Y quien dice qué cosas son buenas para todos? Papá.

En República Dominicana el eslogan de una campaña presidencial de 2012 remitía inconscientemente al megalómano dictador Rafael Leónidas Trujillo: “¡Llegó Papá!”. Quizá esta frase sintetice tantas desmesuras, desvaríos y fantasías del culto a la personalidad que han contaminado la política a lo largo de muchos siglos y que pueden anexarse uno tras otro como capítulos interminables en el libro que Aguirre comenzó a concebir el día en que se cruzó con Fidel Castro durante el Vigésimo Aniversario de la Revolución Cubana. 

Pero quizá el siglo XXI pudiera ser la última estación del poder megalómano en la larga marcha hacia las sociedades abiertas y democráticas como quería Popper. Si esto fuera posible y no una ilusión inocente, los dictadores, tiranos, absolutistas, sátrapas, represores, césares, déspotas, caudillos y autócratas acabarían por convertirse (al fin) en sombras funestas de un pasado de pesadilla que despediríamos para siempre con una frase útil como epílogo para las páginas del libro de Pedro Arturo Aguirre: “¡Se fue Papá y no lo extrañaremos!”  

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